martes, 15 de enero de 2013

Combate al narco: ¿Cambio de estrategia?



 
Alejandro Encinas Nájera

¿Habrá diferencia en la estrategia en contra del crimen organizado de Enrique Peña Nieto con respecto a la de Felipe Calderón? Para responder esta pregunta, lo mejor sería partir de las premisas básicas. Esto implica aclarar si acaso hubo alguna estrategia durante el sexenio que el pasado primero de diciembre culminó.

De dónde venimos

El de Calderón fue un sexenio monotemático. Cualquier acierto o logro que alguna dependencia del gobierno federal alcanzó, fue opacado por la guerra en contra del crimen organizado. Prácticamente toda la comunicación oficial se redujo a esta obsesión que alcanzó niveles enfermizos y que dejó como herencia un país desgarrado y adolorido.

De entrada, Calderón demostró un déficit de lo que algunos politólogos denominan responsiveness. Esto es, la responsabilidad de los políticos contraída ante los ciudadanos en tiempos electorales. En términos coloquiales, este concepto puede traducirse a la popular frase “que cumpla lo que prometió”, o sea, que haya correspondencia entre las acciones del gobernante y las expectativas que la ciudadanía depositó en éste. ¿Qué no Calderón iba a ser el “presidente del empleo”, como decía su slogan en 2006? ¿Acaso quienes votaron por el PAN en aquella ocasión lo hubieran hecho sabiendo que iba a ser un gobierno que centraría su actuar en combatir por medio de la violencia al narco?

Una vez instalado en la presidencia, el panista michoacano cometió el error de declarar la guerra en contra de los cárteles de la droga para atender una necesidad política propia, con lo cual la decisión no fue fundamentada con criterios de seguridad nacional. Hay que recordar que Calderón estaba urgido de legitimidad tras unos comicios empañados por las irregularidades de su triunfo, cuyos resultados oficiales tan sólo le daban medio punto de ventaja del segundo lugar. Para contrarrestar su inocultable debilidad política, se refugió en la aparente fuerza que dan las armas. Sin depurar ni profesionalizar a los cuerpos policiacos, militarizó las calles e invocó a un enemigo común de todos los mexicanos: el narco. Con la declaratoria de guerra pretendió erigirse como el líder arropado por la unidad nacional. Pero en lo que no cayó en cuenta, es hasta qué punto el narco había penetrado en las instituciones del Estado. Mucho menos divisó el inmenso poder de los cárteles para corromper y comprar lealtades en puestos clave.

Una tercer crítica es que los panistas en el poder concibieron la guerra en contra del narco como una especie de saga de héroes contra villanos, de policías contra ladrones, ejecutando detenciones a capos dignas de un libreto de película hollywoodense. Quisieron que la opinión pública creyera que el problema de las drogas se resuelve encarcelando a individuos y no enfrentando inercias y estructuras. La consecuencia de estas acciones fueron no intencionadas. Descabezar las grandes organizaciones del narco, y erosionar su disciplina jerárquica, devino en la fragmentación de éstos. El nuevo escenario está conformado por un archipiélago de grupos de sicarios que, en la disputa por los territorios, se desplegaron aún más sanguinarios y crueles que sus otrora jefes.

Las secuelas fueron terribles y hoy las seguimos padeciendo. Es profundamente doloroso que hoy los padres sean quienes están enterrando a sus hijos. En suma, las reiteradas olas de violencia que se ciernen sobre el territorio mexicano, no son productos de la fatalidad, sino resultado de decisiones políticas equivocadas.

¿Nos dirigimos a alguna parte?

Peña Nieto prometió poner orden y cambiar de manera abrupta la orientación en cuanto a la política de seguridad y combate al crimen organizado. ¿Será? Las primeras señales no son buenos augurios. Mediante éstas podemos anticipar que si bien habrá un cambio en el organigrama y en la estrategia de comunicación oficial, sobrevivirá el enfoque calderonista que sostiene que a las drogas se les puede ganar a través de la violencia. Veamos a detalle:

En ninguna democracia que se precie de ser de calidad, las tareas de seguridad recaen en la misma persona encargada de atender la política interna. A muchos sorprendió el anuncio de la supersecretaría de Gobernación. Nadie votó por Osorio Chong, pero será él, y no Peña Nieto, quien concentrará el verdadero liderazgo en este incipiente sexenio. Críticas se podrían hacer y muchas, pero una frase atribuida a Lord Acton resume el sentido de tales: si el poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente.

En lo que sí hay un cambio drástico entre Peña y Calderón, es en la comunicación gubernamental. Era de esperarse: la de Peña fue una candidatura mediática, por lo que no es sorpresa que su presidencia también lo sea. En vez de esta fascinación por la sangre, la pólvora y los balazos que permeó el sexenio calderonista, los priístas han logrado dar una vuelta de tuerca alterando rápidamente la percepción ciudadana sobre la inseguridad. En vez de descabezados, narcofosas y desaparecidos, hoy en las noticias se habla de las reformas estructurales, los acuerdos alcanzados por los partidos, la entrada en vigor de la Ley de Víctimas, etc. La opinión pública percibe un gobierno con iniciativa. Atrás quedaron los tiempos en los que la guerra era el tema que acaparaba el discurso oficialista. Y no es que por arte de magia haya llegado el PRI y entonces la violencia, las desapariciones y las violaciones a los derechos humanos hayan desaparecido, sino que, a diferencia del gobierno de Calderón, hay estrategia de comunicación.

Pero mientras no se entienda que la violencia no hay que combatirla con fuerza bruta, sino con inteligencia (incautación de bienes, acabar con el multimillonario y trasnacional lavado de dinero), y que la mejor política de seguridad es la política social –aquélla que recupera la cohesión social, el espacio público y promueve la equidad de oportunidades de desarrollo para todos– vamos a seguir atrapados en esta espiral de descomposición. Hay quien dice que el legado de doce años de gobiernos panistas está tan mal, que el país ya no puede empeorar con el PRI. Me temo que pueden estar equivocados.

@EncinasN

¿Y la oposición?



Alejandro Encinas Nájera

Algo anda mal cuando la oposición se rehúsa a ser oposición. Es cierto que abunda la propaganda oficialista que denigra al opositor tildándolo de enemigo del avance, el obstructor premoderno, el que no ama a su país y un largo etcétera. También es cierto que diversas encuestas reflejan que la población tiene una mejor impresión de instituciones unitarias aisladas del conflicto político como el Ejército, el Jefe de Estado, y que a los partidos políticos se les liga en el imaginario popular con la división y la confrontación. De ahí que muchos políticos quieran hacerse pasar como los artífices del acuerdo, de la conciliación, del pacto nacional. Sin embargo, es oportuno hacer una aclaración: de eso no se trata la democracia.

La democracia es la institucionalización del conflicto, es decir, un sistema que permite encauzar por vías civilizadas las diferencias preexistentes en toda sociedad. Esto quiere decir que los partidos políticos no inventan las divisiones: las encarnan. La idea de suprimir la diversidad, hacer pasar a una sociedad como homogénea y con una sola voz, se encuentra en las antípodas de la democracia. Precisamente los partidos políticos están contemplados para ser los representantes de esas divisiones y actuar de manera consecuente en los parlamentos.

Pese a todas las irregularidades de las elecciones de este año, las urnas fueron depositarias de un mensaje inobjetable: el electorado decidió no conferir mayoría absoluta a ningún partido. Por ende, estamos nuevamente ante un escenario de gobierno dividido. ¿Qué quiere decir esto? Que la ciudadanía decidió no otorgar plena luz verde al Poder Ejecutivo, sino que demandó contar con un Poder Legislativo que funja como un auténtico contrapeso y como implacable auditor.

Pero eso parece no importarle a un sector del PRD que decidió acudir a firmar el mal llamado “Pacto por México” sin consultarle a nadie. Quienes hicieron suya la proclama “hay que respetar las instituciones”, socavan su propia institucionalidad manejando el partido como si fuera el patrimonio de un grupo, o, peor aún, como un “club de cuates”. Para muestra, los emisarios del PRD en las mesas de negociación (a puerta cerrada) son Jesús Ortega y Carlos Navarrete. El primero no tiene ningún cargo en la estructura del partido; el segundo tampoco, incluso recientemente fue nombrado secretario de Trabajo en el gobierno del Distrito Federal. Ninguno de ellos cuenta con un nombramiento expedido por algún cuerpo colegiado o deliberativo. Por lo tanto, podrán hablar a título personal, pero su calidad de representantes del partido es inexistente, lo cual implica que todo acuerdo que alcancen carecerá de sustento y será acatado sólo por aquéllos que deseen hacerlo.

Más grave aún es que dicho pacto es demagogia pura, o­ –para decirlo en el argot de sus promotores– “política ficción”. Para demostrarlo, basta revisar la supuesta reforma educativa que ahora se discute en las cámaras. Su objetivo principal, según se registra en las líneas del pacto, es que el Estado mexicano recupere la rectoría del sistema educativo nacional. ¿Y cuándo la perdió? Sucede que el Estado mexicano es corporativo, pero ésa es otra historia. Y si acaso la perdió, ¿qué reforma legal tendría que hacerse cuando en el artículo 3ro constitucional está claramente establecida dicha atribución? Como se corrobora, el pacto es simulación pura, algo equivalente a decir que gracias al loable esfuerzo conciliador de los partidos, se ha llegado al acuerdo de que a partir de hoy los colores de la bandera nacional deberán ser el verde, el blanco y el rojo.

Por todo lo anterior, habría que preguntarse, ¿cuál es el beneficio público de que la oposición firme un pacto concebido para pavimentar el arribo de Peña Nieto a la Presidencia? La aritmética parlamentaria es implacable y lanza una advertencia contundente. Los votos del PRD sólo cuentan cuando su sentido es en contra del PRI. Éste último bien puede prescindir de la izquierda para sacar adelante sus iniciativas, pero sólo cuando en el Senado la izquierda y el PAN van contra el PRI, los votos de la izquierda surten un efecto en el producto final. Únicamente así se manda el mensaje de que los tiempos en los que era habitual la pleitesía lo que usted diga señor presidente, han quedado en el pasado.

Si no hay bien público palpable o verificable en la participación perredista en el pacto, la pregunta que viene a la mente es, ¿a cambio de qué? Una breve revisión histórica nos permite encontrar algunas pistas. Alrededor de la década de los ochenta, en la fase de declive de la hegemonía priísta, el régimen requería construir ante los socios internacionales un sistema político que al menos en la fachada cumpliera con pluralidad ideológica y competencia electoral. Por eso promovió el surgimiento de una izquierda muy revolucionaria en el papel, pero domesticada en su acción política. Se trataban de partidos como el PST de Aguilar Talamantes, los cuales orbitaban alrededor del PRI y requerían de su patrocinio para subsistir. A quienes formaban parte de esta izquierda paraestatal que le gustaba brindar en Los Pinos, se les conoció como los socialistas del presidente.

En el fondo, la gran interrogante que hay que resolver es ¿cómo debe relacionarse la izquierda con el régimen? El riesgo está a la vista: algunas personas que han militado toda su vida en la izquierda pareciera que han sido cautivadas por el poder. Un opositor tiene que andar con pies de plomo cuando por sus obligaciones políticas tiene que frecuentar los circuitos de las élites económicas, financieras y políticas. Habrá de tener especial cuidado con esas invitaciones a restaurantes caros y demás ofrecimientos lujosos. La intención del régimen es mimetizar a la izquierda, hacer que pierda su componente disruptivo y desafiante del orden, desmoralizarla haciéndola copartícipe en los banquetes del poder.

Cada quien decide con quién se lleva. Lo que aquí está a discusión son las relaciones que se fraguan en el terreno de la responsabilidad política. Desde luego que la izquierda tiene que entablar interlocución con todos los sectores de la sociedad. La política es confrontación, pero también diálogo, entendimiento y acuerdos. Por lo tanto, estas relaciones tienen que darse en un marco de respeto y manteniendo siempre en claro que los principios no se negocian ni se cooptan. 

Día 1: El PRI está de regreso



Alejandro Encinas Nájera

Los augurios no estaban equivocados. El PRI está de regreso. Ha quedado claro desde el día 1 del nuevo gobierno. Adentro, en Palacio Nacional, el establishment se vanagloriaba. Autocomplaciente, aplaudía desenfrenadamente, deteniendo así el curso de oraciones y lugares comunes que aparecían en el teleprompter desde el que Peña Nieto leía su discurso.

Adentro, en el Palacio de San Lázaro, el PRI fue el partido que tomó la tribuna para arropar al ungido en una ceremonia que a lo mucho duró cinco minutos. Se dejó sentir eso que nuestros antepasados solían llamar la aplanadora priísta. El besamanos, la pleitesía, los aplausos ensordecedores, el desdén del partido mayoritario a las posturas de la oposición, fueron opacados por una manifestación poco común en nuestro sistema político, pero muy recurrente en algunos de los regímenes más autoritarios del siglo pasado. La bancada legislativa del PRI iba uniformada y actuaba como una sola persona. Para identificarse, las mujeres portaban largos rebozos rojos y los hombres vestían corbatas del mismo color. Quien pretende concentrar poder, sabe que uniformar es disolver al individuo en una multitud, desaparecer el libre pensamiento en una totalidad, hacer de la persona un simple engranaje de una maquinaria que sigue instrucciones de manera acrítica. Eso fue lo que se hizo al interior de una cámara de representación popular.

Adentro se proclamaba estabilidad, crecimiento macroeconómico, prosperidad, normalidad democrática. El ceremonial de transferencia de poder político se ponía en marcha. Mientras tanto, en las calles las cosas desentonaban. Si acaso había algo que desde el cielo pudiera confundirse con un desfile festivo, era el tumulto de granaderos que custodiaban a quien ese día tomó protesta. Adentro el descontento popular no se veía ni se oía porque había altos muros que separaban a los palacios del resto del país.

Afuera ocurría justo lo contrario a lo proclamado adentro. Porros y vándalos tenían la tarea de infiltrarse en una protesta pacífica y apartidista y con ello justificar la criminalización de quienes disienten del régimen. Violencia y represión alcanzaron un nivel y brutalidad que desde hace décadas la Ciudad de México no atestiguaba. Detenidos por decenas, violaciones flagrantes a derechos humanos y activistas que por ejercer sus derechos cívicos fueron llevados a prisión, son hechos documentados en videos que actualmente circulan en las redes sociales. Las escenas se difuminan entre el uso excesivo de gas lacrimógeno, pero eso no borra los macanazos, las balas de goma y las personas gravemente heridas. 

El PRI está de vuelta y para hacerlo notar orquestó una estrategia que se remonta a días previos a la toma de protesta. Comienza con el  anuncio del nuevo gabinete, un híbrido digno de denominarse la tecnocracia del nacionalismo revolucionario neoliberal. Continuidad, cooptación, negocios y representación de los factores reales de poder dentro del PRI, son los elementos clave para comprender la conformación del nuevo gabinete.
Su rostro autoritario también relució en los días previos a través de la iniciativa para reformar la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Su objetivo es concentrar y entremezclar en una súper-secretaría los temas políticos y de seguridad. Desde ahí, un personaje emanado del aparato partidista será el hombre fuerte del sexenio, probablemente reduciendo al titular del Ejecutivo a una figura decorativa ideal para tiempos electorales, pero prescindible para gobernar.

Así llegamos al día 1, día que el PRI aprovechó para anunciar a base de macanazos lo que le espera a quien se atreva a protestar en contra del gobierno durante los próximos seis años. El PRI pretende repartir el bien en ligeras y periódicas dosis a través de programas de asistencialismo social, y el mal de manera contundente. Por eso no tuvo reparos en consentir la represión de las protestas desde las primeras horas de su retorno. Ésa es su impronta y el precio que está dispuesto a pagar con tal de permanecer en el poder. 

La cereza en el pastel fue la firma del Pacto por México con representación exclusiva de cúpulas partidistas que ni siquiera tuvieron la ligera curiosidad de consultar con sus bases qué opinaban acerca de éste. Fue así como la partidocracia mostró su arrogancia y que se toma muy en serio. Asumiéndose portavoces de la nación, actúan con la ilusión de que pueden denominar Pacto Nacional a un documento que se redactó en cuartos cerrados y a espaldas de la ciudadanía.

Es evidente que los firmantes desestiman la importancia del concurso de la sociedad civil y del mercado para generar condiciones de gobernabilidad, postura opuesta a pactos más representativos y con relativo éxito como los de la Moncloa, los cuales permitieron sentar las bases democráticas en la España posfranquista. Y lo que es peor, ustedes disculparán que sea el aguafiestas de la supuesta modernidad conciliadora, con su firma, ciertos personajes que dicen representar a la izquierda (moderna) pusieron la mesa para el festín de arribo de Peña Nieto. La pregunta es ¿a cambio de qué?, puesto que en el ámbito público no hay beneficios palpables y sí en cambio un enorme descrédito. 

Vienen años difíciles para el país. El PRI está de regreso. Ha quedado claro desde el día 1 del nuevo gobierno.

Marihuana: Hora de legalizar



 
Alejandro Encinas Nájera

El sexenio de Felipe Calderón pasará a la historia como uno de los periodos más sangrientos y crueles de los que se tenga memoria. Seis años han transcurrido desde la declaración de guerra en contra de las drogas (War on Drugs). Hoy es inocultable el saldo desfavorable: más de 60 mil muertos, creciente vulnerabilidad de las instituciones del Estado Mexicano frente al crimen organizado, miles de desaparecidos, poblaciones desplazadas, huérfanos por doquier, padres que entierran a sus hijos, socialización del miedo y ruptura del tejido social.

Este drama colectivo lejos está de ser una maldición que cayó un fatídico día sobre nuestro país. Por el contrario, es producto de decisiones políticas equivocadas que fueron tomadas desde Los Pinos. El error inició con la irresponsable pero espectacular decisión de “declarar la guerra en contra de los cárteles de la droga”. Con esta fórmula, Calderón pretendió invocar a un enemigo común para conseguir una legitimidad de la que estaba urgido y así fortalecerse como líder. Con ello, se subordinó a una agenda ajena –la del gobierno estadounidense– en vez de anteponer los intereses de la sociedad mexicana, como por ejemplo, el derecho a vivir en paz.

Haciendo un balance general, esta guerra ha costado mucho a los mexicanos en lo que a dolor, gasto público y vidas humanas se refiere. Aunque han habido detenciones a capos dignas para escribir un libreto para una película de Hollywood, y se han confiscado miles de toneladas de diferentes estupefacientes, contrario a lo que afirma el slogan oficial, la droga “sigue llegando a tus hijos”. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Adicciones 2011, en los seis años del calderonismo, el consumo de drogas incrementó entre la población mexicana. Es una tendencia que además se replica a nivel mundial y sobre todo en el país vecino del norte, principal mercado demandante. Si acaso hay alguna moraleja en esta triste experiencia es que el problema de las drogas no se va a resolver a balazos.

En este prolongado túnel, al fin se divisa una alternativa, una oportunidad para pacificar el territorio nacional sin claudicar o eludir un problema que a veces se antoja insondable, una elección distante de la desesperada y falsa salida de pactar con el crimen organizado. Los ciudadanos de Washington y Colorado han delineado la pauta a seguir a través de un referéndum en el cual ganó el SÍ a la legalización de la marihuana para fines recreativos. Esta decisión tiene altas posibilidades de ser un parteaguas en la historia de las drogas. Sin duda ayudará a desterrar prejuicios y tabúes sociales, y podría representar el inicio de un nuevo paradigma mundial en el que se sustituya el enfoque prohibitivo, policiaco y punitivo, por un enfoque de prevención, salud pública y disminución de riesgos.

El entusiasmo que despertaron los ciudadanos de Washington y Colorado no es exagerado. Ahora, los defensores del consenso prohibitivo se han quedado sin su arma predilecta. Antes tenía sentido la idea de que en un régimen mundial interdependiente y hegemonizado por los intereses geopolíticos estadounidenses, ningún país podía legalizar la marihuana de manera unilateral, mucho menos México, que comparte con aquella potencia cientos de kilómetros fronterizos. Pues bien, resulta que en el corazón del mismo país que apela al combate a las drogas para tener injerencia político-militar en las regiones del subdesarrollo, en el país que puso en marcha la Operación Cóndor para derrocar gobiernos democráticos e instaurar dictaduras pro-yanquis, en el país de Nixon, del Rápido y Furioso, del Plan Colombia y del Plan Mérida, un puñado de ciudadanos, los suficientes para conformar una mayoría, dio un SÍ soberano. Gracias a ellos, la escena mundial cambió abruptamente.

Ese SÍ es esperanzador para los países productores y de paso en los que tanta sangre ha corrido debido al combate a las drogas. La condición que EUA impone a otros gobiernos de adoptar una política prohibitiva y persecutoria en el tema de las drogas para establecer una agenda bilateral de colaboración, pierde toda credibilidad y fuerza ahora que en su propio territorio está permitido cultivar, vender y consumir marihuana.

La esperanza radica en que las legislaciones locales de Washington y Colorado desencadenen un efecto dominó en otras latitudes del mundo. Por lo pronto, en la Cámara de Diputados el PRD ya presentó una iniciativa para legalizar la marihuana. Esta iniciativa habrá de tejerse finamente y retomar las premisas que el estado de Washington está implementando para regular y gravar la marihuana, las cuales se basan en un innovador modelo de salud pública.

Pero, ¿qué es el modelo de salud pública? En palabras del especialista en el tema, Roger A. Roffman, en síntesis, es un enfoque que reconoce que el uso de la marihuana puede presentar daños a los consumidores y a la seguridad pública, y por tanto contempla provisiones para prevenir o aminorar esos daños. Dicho modelo crea una agencia estatal para emitir regulaciones y otorgar licencias para la producción y comercio de la marihuana; educa a la población y en especial a los jóvenes con información científica y precisa, desterrando así las posturas ideológicas o tabúes imperantes; contempla programas con alto presupuesto para la prevención del uso de drogas y el tratamiento a los usuarios que han desarrollado dependencia a la sustancia. Asimismo, un elemento muy interesante es que se crea un organismo público autónomo para evaluar el impacto de la nueva legislación y se establecen convenios con universidades para que desarrollen investigaciones en torno a las problemáticas que orbitan alrededor del uso de la marihuana.

Como puede observarse, la legalización no significa promover el consumo de la marihuana. Por el contrario, si bien se trata de no criminalizar ni estigmatizar a quienes deciden consumirla, también busca regular e incluso hacer más difícil conseguirla. Tal como están las cosas, sólo fingiendo demencia se puede refutar que gracias a la prohibición, las drogas circulan a plena luz del día en escuelas, colonias y calles a través de una compleja red de narcomenudeo y complicidades. Tal como se afirma en el muy bien documentado artículo Legalizar: Un informe de la revista Nexos (noviembre del 2010), “convendría reconocer que no existe ni existirá un mundo sin drogas. Puede existir sólo un mundo con control razonable sobre las drogas”.

Los argumentos a favor de la legalización que se esgrimen en tal artículo cobran mayor vigencia conforme se hace más evidente el fracaso de las políticas prohibitivas. La legalización –afirman sus autores– abriría un espacio a la regeneración de los barrios pobres acechados por los problemas relacionados con el trasiego de drogas; liberaría una enorme cantidad de recursos públicos dedicados hoy a la persecución, para canalizarlos a la educación y la salud; se abriría un entorno de mayor transparencia sobre los efectos del consumo de drogas, y se reduciría el tamaño de la población carcelaria no violenta.

En lo que corresponde a México hay un argumento cuyo peso por sí sólo es determinante: la ilegalidad de las drogas le inyecta a su producción y tráfico un valor agregado que provoca que sea el negocio más rentable del planeta. Conforme el crimen organizado supera las barreras de su persecución –entiéndase mordidas millonarias, control de territorios a base de violencia, financiamiento de políticos corruptos– incrementa el valor de la mercancía con la que trafica. Es por medio de  estas exorbitantes ganancias como los cárteles mexicanos financian la compra de armas, el reclutamiento de jóvenes, corrompen a policías y funcionarios públicos, e incrementan su capacidad para incursionar en otras actividades delincuenciales (extorsión, secuestro, lavado de dinero, etc.). En otras palabras, estas ganancias explican en gran medida la guerra y el resquebrajamiento del tejido de nuestra sociedad.

A estas alturas, legalizar es el camino para pacificar. No es la panacea ni la solución definitiva; es cierto que también conlleva riesgos. Pero ya es hora de cambiar las políticas punitivas que tanto dolor y violencia han causado en el mundo y en especial en México en los últimos seis años. Debatamos el tema sin prejuicios y con información.