Alejandro
Encinas Nájera
Hay motivos de sobra para que
los demócratas se encuentren alegres y entusiasmados. Comienzan a verse
destellos de lo que probablemente será una Primavera
Mexicana. Sus alcances y resultados aún no pueden vislumbrarse, pero lo
cierto es que como un río en lluvia, su caudal se va nutriendo. La irrupción de
una ciudadanía crítica y revitalizada es irrevocable; ha llegado para quedarse.
El país y la sociedad
mexicana han cambiado; las instituciones no. Éstas permanecen ancladas a
realidades pretéritas. No cabe duda que en la actualidad los sistemas políticos
se encuentran desfasados, pues su surgimiento y evolución han respondido a un
contexto completamente distinto al que actualmente vivimos. La brecha entre la
efervescencia cívica-electoral, y la clase política tradicional, se amplía día
con día de manera dramática. Las instituciones están emplazadas urgentemente a
actualizarse para encarar los desafíos que plantean estas nuevas realidades.
¿Y cuáles son estas nuevas
realidades? Se trata de un cambio de valores y de actitudes políticas. Muy
lentamente se han ido gestando a través de los años. En los últimos días hemos
atestiguado por fin su florecimiento.
Es una ciudadanía
revitalizada que cuenta con un elevado acceso a la información y que no se cree
el cuento de que en este país hay una democracia consolidada; que sostiene que
la contienda electoral no es una telenovela y que no aceptará imposiciones de
los poderes fácticos, en especial de las televisoras. Estas franjas de la
sociedad han desarrollado un alto nivel de conciencia y han caído en cuenta que
lo que un individuo no puede obtener, una multitud lo conseguirá. En su
aritmética de movilización han erradicado la resta y la división, optando por
la suma y la multiplicación.
Esta irrupción ciudadana abre
nuevas vías de participación y activismo que desde la óptica conservadora o
autoritaria no pueden, o mejor dicho, no quieren comprender. Ha mostrado a los
escépticos la virtud de conjugar los mensajes en las redes sociales con los
actos cara a cara. Se ha reapropiado del espacio público –calles, avenidas y
plazas–, para deliberar lo que nos concierne a todos como comunidad política. A
muchos ha sorprendido que se muestre repulsiva a la antipolítica y a la
resignación; esta nueva ciudadanía se ha desencantado del desencanto y sabe que
ha llegado la hora de tomar las riendas del rumbo público.
También rechaza los
principios de sumisión, jerarquía y solemnidad propios de una cultura política
anacrónica, y plantea una forma novedosa de organizarse de manera democrática,
descentralizada, horizontal y solidaria, principios propios de la sociedad-red.
Lo más llamativo y
esperanzador de esta efervescencia es que está siendo nutrida principalmente
por aquéllos que en el discurso oficial son descritos como apáticos e
indiferentes: las juventudes y en especial los universitarios. Hartos de que
les receten la frase de que son el futuro, reivindican su papel transformador
en el presente. Lo hacen en tono alegre, creativo, irreverente, con brillos de
genialidad. Conjugan la pintura con el performance, el humor, la ironía, la
crítica ácida y la protesta, con la amistad, la camaradería y la sensación
cómplice de estar haciendo historia. Todos estos elementos se han enlazado con
una ejemplar dignidad. Dignidad ante la sumisión, la humillación cotidiana, las
tentaciones autoritarias.
Por primera vez desde que
arrancaron las campañas, la sonrisa plástica de Peña Nieto se ha eclipsado ante
un abrumador semblante de preocupación. Desde su cultura priísta no puede
comprender qué está pasando. En franco paralelismo con Díaz Ordaz, quien
denunciaba que la rebeldía estudiantil del 68 había sido instigada en el
contexto de la Guerra Fría por células comunistas leales al bloque soviético,
Peña Nieto culpa a sus rivales ideológicos de instigar estas movilizaciones en
su contra. De este modo, le falta al respeto a quienes participaron en las
recientes manifestaciones guiados estrictamente por su libertad de conciencia.
Y es que desde el autoritarismo, lo que no se comprende, se reprime. Así
sucedió en Veracruz, Michoacán y Colima, donde los activistas fueron hostigados,
agredidos física y verbalmente, y amenazados.
Tras el resultado de la
marcha Anti EPN, es pertinente que quienes demeritaron la naturaleza de la
convocatoria e invitaban a no asistir, reconsideren su postura. Algo hay que
reconocer: fue asombrosa la capacidad que tuvo Peña Nieto para convocar
simultáneamente a decenas de miles de personas en varios puntos del país para
protestar en su contra. Los detractores de esta marcha centran sus críticas en
que lo que unió a los asistentes fue una cuestión no propositiva, es decir, el
rechazo. No han caído en cuenta que cuando se plantea el rechazo a la negación
de la dignidad y el respeto a la vida humana, esa reivindicación se convierte
profundamente afirmativa y política. En conclusión, el rechazo al proyecto
restaurador de Enrique Peña Nieto es un SÍ a la vida, un SÍ a la dignidad, un
SÍ a defender la democracia. Esta bola de nieve está por convertirse en
avalancha.