viernes, 13 de agosto de 2010

Esclavos del BlackBerry

Me cuesta confesarlo, pero ahí les va: me llamo Alejandro y soy adicto al Black Berry. Bueno, quizás he exagerado un poco, pero ahora que he atrapado tu atención, considero indispensable que reflexionemos en torno a una tecnología que ha alterado la forma en que nos relacionamos, concebimos tiempo y espacio y sobre todo, que ha transformado –que no es lo mismo a revolucionar– las telecomunicaciones. Eludo usar el término revolucionar, pues esto presupone progreso, avance, y no estoy muy seguro de que el Black Berry contribuya en ello.

Para quienes no están familiarizados con este infernal aparato, basta comentar que se trata de un teléfono celular con Internet incluido, mensajería entre blackberristas sin costo adicional, correo electrónico, GPS y redes sociales como Twitter y Facebook (lleva a todos tus amigos en el bolsillo, reza la propaganda). Los empresarios han logrado colocarlo como un objeto que confiere status social: “¿No tienes Black Berry? Uff, entonces, ¿cómo nos vamos a contactar?” O en su defecto, “Ok, nos vemos luego, mándame un mensajito por el BB Messenger”.

Todos nos sentimos muy modernos con nuestra “oficina móvil”: ¡qué maravilla poder estar de vacaciones despachando como si estuviera en la oficina! ¿Seguros? O mejor dicho, los asuntos del trabajo, como el karma, me persiguen a donde quiera que voy. Lo cierto es que con este celular, los usuarios están permanentemente localizables por su novi@, jef@ y demás @rrobas. La ciencia ficción del Gran Hermano que todo lo ve, del escritor británico George Orwell, al fin materializada. Sus inventores bien lo sabían. Con lujo sarcástico lo bautizaron Black Berry. Cuenta la leyenda urbana que en los tiempos de las grandes haciendas algodoneras del sur de lo que ahora conocemos como Estados Unidos, así se les conocía a las bolas metálicas que se encadenaban a los tobillos de los esclavos africanos para que no escaparan de la explotación laboral. Después de conocer esta metáfora, ¿nosotros los blackberristas nos seguiremos sintiendo tan sofisticados?

Hay quienes aseguran que ésta es y será una tecnología destinada exclusivamente a una élite. Están equivocados. Recordemos que tan sólo hace quince años atrás, cuando los celulares se asemejaban a un tabique o a una arma blanca y sólo las familias de alcurnia podían darse el lujo de pasearse por los shopping malls con tremendo aparato causante de problemas ortopédicos, se pensaba lo mismo. Hoy en México hay más de 80 millones de líneas de celular.

Ya Arnoldo Kraus lo ha anticipado: “La epidemia Blackberry es una amenaza. Despersonaliza, aleja a las personas, impide el contacto físico, consume tiempo, es altamente contagiosa y enemiga de la reflexión.” Es desesperante compartir una taza de café con alguien que no te presta atención, que su mente está concentrada en un chat en su pequeña pantalla (me he cachado haciéndolo). Despoja de todo encanto al encuentro amistoso y a la sobremesa. Nunca en la historia de la humanidad se le había dado tanto uso a los dedos pulgares de la mano como ahora que millones teclean maratónicos mensajes. Pese al asombro de los darwinistas, no descartemos que en la siguiente era nos salgan tentáculos en los dedos gordos.

En suma, el Black Berry (para empleados productivos) y el I Phone (para jefes ociosos), pueden ser herramientas de trabajo y comunicación muy útiles. Lo que en verdad preocupa es que el objeto poseído termine por poseer a quien se jactaba de ser su dueño, y que el invento termine devorando a su creador.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Las buenas conciencias


Alejandro Encinas Nájera

Advertencia: el siguiente artículo puede provocar, o en su defecto incrementar trastornos en las “buenas conciencias” de la sociedad mexicana. Se sugiere discreción.

Inaudito es una palabra que se queda corta para describir los actos de homofobia, misoginia y racismo que a diario ocurren en nuestro país. Inaceptable es un término que no alcanza para demostrar la indignación ante esta doble moral: el territorio nacional bien puede bañarse en sangre prevaleciendo un estado de total impunidad, pero que a una mujer indígena que fue violada no se le ocurra abortar porque ahí sí se aplicará todo el rigor de la ley; los asesinatos a gente inocente (conocidos en el argot oficial como “daños colaterales” en la guerra contra el narco) pueden ocurrir a plena luz del día en lugares de afluencia pública, los decapitados aparecer en avenidas principales y los mensajes de terror leerse en los puentes peatonales, pero que a una pareja homosexual no se le ocurra darse un beso en público pues el escándalo a la moral es tal que merece castigo público. Algo anda mal en una sociedad que ha llegado al absurdo de perder el pudor ante la violencia y proscribir al escondite las muestras de amor y cariño.

A finales de 2009, el gobierno estatal de Guanajuato prohibió que en los libros de texto se incluyera información sobre salud reproductiva. Lo reemplazó por otro que condena la masturbación como un “placer egoísta”, promueve la abstinencia hasta el matrimonio y desaparece imágenes de los aparatos reproductivos “por incitar a la lujuria”. Bajo estos prejuicios ajenos de un Estado Laico, se conculcó a miles de jóvenes el derecho de informarse sobre cómo se puede llevar una vida sexual sana y responsable. Al mismo tiempo, en 17 congresos locales se aprobaban leyes antiaborto que criminalizaban a las mujeres. El axioma de las “buenas conciencias” en aquella ocasión fue “los preservativos no existen y el aborto es un delito que se castiga con prisión. Si usted fue violada, aguántese como si fuera un hombre de verdad”.

Mientras todo eso ocurría, los legisladores locales del DF se disponían a aprobar los matrimonios entre personas del mismo sexo y su derecho a adoptar. Esto no fue producto de la espontaneidad sino de una larga lucha. Hagamos un breve repaso de los hechos más recientes: dudo que alguna vez en la historia haya imperado el prototipo de estructura familiar que los sectores conservadores tanto invocan: la típica fotografía del papá exitoso, la mamá abnegada, el hijo y la hija obedientes y de fondo una casa en un suburbio. Los fenómenos sociales son mucho más complejos y ricos. El tejido familiar cobra múltiples formas: monoparental, extensa, compuesta, etc. Hasta 2006, la ley desconocía esta realidad. Con la aprobación de la Ley de Sociedad de Convivencia por primera vez se le otorgó un status jurídico a relaciones diversas integradas por personas que pretendían establecer un contrato social que incluyera derechos y obligaciones. Esta reforma de ningún modo aspiró a ser culminante, más bien se planteó a sabiendas de que desencadenaría una larga serie de antesalas y debates para por fin desembocar, sin ambigüedades, en la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo.

Aprobados los matrimonios, lo que se desconocía es que éste era sólo el inicio de un nuevo capítulo de lucha por colonizar nuevas libertades. La reacción fue sorprendente y en cierta medida, divertida: el alto clero anunció que excomulgaría a los diputados que votaron a favor, se irían directito a arder en las llamas del averno, las sotanas salieron a las calles a protestar acompañadas de las familias bien que calificaban a los gays como depravados, hechura contranatura, perversos e inmorales. El gobierno federal se sumó a esta causa como su principal activista. Fue entonces que la controversia constitucional tocó las puertas de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Recientemente este órgano declaró el apego legal del matrimonio gay. Pero no todo está dicho. Mientras se escriben estas líneas, aún no se ha deliberado en torno a la adopción y el reconocimiento de derechos en otras entidades de quienes se casan en el DF.

Que alguien me dé una razón convincente y libre de prejuicios para impedir que dos personas que se aman puedan enlazarse en matrimonio y adoptar. Porque hasta la fecha, los detractores sólo han manifestado irracionalidad, fanatismo y odio. Los matrimonios entre personas que no se aman, sean homosexuales o heterosexuales, esos sí que están mal.