Alejandro Encinas Nájera
El oxímoron es una figura literaria que resulta de
la conjugación de dos conceptos contradictorios: un instante eterno, luz oscura
o ficción verdadera. Para el contexto mexicano, viene a colación uno
recientemente acuñado por el historiador Lorenzo Meyer: la democracia
autoritaria.
Unos limpian la casa y otros llegan a habitarla. El
primero de diciembre culminará el ciclo de gobiernos panistas. Tras la breve
interrupción, el PRI estará de vuelta en Los Pinos. Pero más allá de los
moradores, ¿hubo un cambio sustancial en los rumbos de México?
En una reciente entrevista para el periódico
argentino Página 12, Chantal Mouffé
planteó con lucidez el problema de democracias como la nuestra. Hay –afirma– elecciones
pero el pueblo no puede realmente escoger entre proyectos distintos. La
politóloga belga añade que la gente se ha dado cuenta que no hay diferencias entre
elegir Coca Cola o Pepsi. Desde su perspectiva, “el criterio para saber si un
país es democrático es si a la gente se le da la posibilidad de escoger, si
tienen alternativas y no simplemente alternancia entre partidos distintos que,
una vez en el poder, no hacen ninguna transformación fundamental”.
He ahí el nudo que hay que desamarrar para impedir
la muerte por asfixia de nuestra democracia agonizante. No solamente se
requiere que existan diversas opciones con ofertas auténticamente distintas y confrontadas,
sino que prevalezcan condiciones de equidad y legalidad para que sea el voto, y
solamente el voto, el factor que decida ganadores y perdedores. En otras
palabras, no basta con multipartidismo; se requiere además pluripartidismo con
condiciones competitivas.
En términos formales, PRI y PAN no son el mismo
partido. Sin embargo, sí son el instrumento bicéfalo de los intereses que
hegemonizan este país. Su grado de diferenciación es semejante al que hay entre
el Partido Republicano y Demócrata en Estados Unidos. A Gore Vidal se le
recuerda reiteradamente por el planteamiento según el cual “hay un sólo partido
en Estados Unidos, el Partido de la Propiedad y tiene dos alas derechas:
republicana y demócrata”. Crítico ácido del bipartidismo norteamericano,
apuntaba que “los republicanos son un poco mas estúpidos, más rígidos, más
doctrinarios en su capitalismo laissez-faire que los
demócratas, quienes son más monos, más bonitos, un poco más corruptos y más
dispuestos que los republicanos a hacer pequeños ajustes cuando los pobres, los
negros, los antiimperialistas no se portan bien. Pero, en esencia, no hay
ninguna diferencia entre los dos partidos”.
Pues bien, el mismo planteamiento podría aplicarse para
el PRI y el PAN. El primero es más
corporativo, más de terreno, más populachero y por lo general, pese a su jerga
y usos solemnes, tienen mejor sentido del humor. El segundo es más criollo, utiliza
un lenguaje confuso y repleto de tecnicismos económicos y legales, se dan sus
baños de pureza y van a misa todos los domingos. Pero en su proclividad a la política
económica neoliberal, en la estrategia militar y violenta contra el
narcotráfico, en el manejo clientelar de los programas sociales, y en la
opacidad y corrupción con las que administran los recursos públicos, “en
esencia, no hay ninguna diferencia entre los dos partidos”.
El mejor de los mundos posibles para PRI y PAN es
aquél en el que cada seis o doce años se alternan en el poder, instalando de facto un bipartidismo de derechas, en
el cual las izquierdas son encomendadas a ejercer un papel testimonial cuyo
objetivo es dotar de bríos democráticos al régimen gatopardo.
En este esquema serían las izquierdas bien portadas,
las que colaboraran en la construcción de la “unidad nacional”, las que con
diligencia asumieran el rol asignado por el régimen, y que tras varias pruebas
de lealtad recibieran la patente de ser “izquierdistas modernos” y el galardón
entregado por los opinadores oficialistas “la izquierda que el país necesita”,
los que a cambio de la claudicación merezcan dádivas y prebendas. Agustín
Basave alude a aquellos líderes sindicales que, ante la imposibilidad de ganar
la lucha de clases, decidieron cambiar de clase. Creo que lo mismo podría
decirse de los dirigentes de izquierda que sucumban a la tentación ofertada por
Peña Nieto de jugar en su cancha y con sus reglas.
La democracia mexicana se ha topado con pared. Nos
introdujeron por el camino de la transición sin reparar que nos dirigíamos al
laberinto del gatopardo en el que todo cambia para que todo siga igual. La
salida al laberinto es que la izquierda conjure su patrón divisionista y se
apreste a configurarse como una opción auténticamente transformadora y
diferenciada del ente bicéfalo de la derecha. Esto es, que sea capaz de sumar a
sectores de la sociedad mexicana que, pese a demandas y reivindicaciones cada
vez más diversificadas y complicadas de agregar, comparten un malestar común:
éste no es el país que queremos.
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