martes, 15 de enero de 2013

Régimen gatopardo



Alejandro Encinas Nájera

El oxímoron es una figura literaria que resulta de la conjugación de dos conceptos contradictorios: un instante eterno, luz oscura o ficción verdadera. Para el contexto mexicano, viene a colación uno recientemente acuñado por el historiador Lorenzo Meyer: la democracia autoritaria.  

Unos limpian la casa y otros llegan a habitarla. El primero de diciembre culminará el ciclo de gobiernos panistas. Tras la breve interrupción, el PRI estará de vuelta en Los Pinos. Pero más allá de los moradores, ¿hubo un cambio sustancial en los rumbos de México?

En una reciente entrevista para el periódico argentino Página 12, Chantal Mouffé planteó con lucidez el problema de democracias como la nuestra. Hay –afirma– elecciones pero el pueblo no puede realmente escoger entre proyectos distintos. La politóloga belga añade que la gente se ha dado cuenta que no hay diferencias entre elegir Coca Cola o Pepsi. Desde su perspectiva, “el criterio para saber si un país es democrático es si a la gente se le da la posibilidad de escoger, si tienen alternativas y no simplemente alternancia entre partidos distintos que, una vez en el poder, no hacen ninguna transformación fundamental”.

He ahí el nudo que hay que desamarrar para impedir la muerte por asfixia de nuestra democracia agonizante. No solamente se requiere que existan diversas opciones con ofertas auténticamente distintas y confrontadas, sino que prevalezcan condiciones de equidad y legalidad para que sea el voto, y solamente el voto, el factor que decida ganadores y perdedores. En otras palabras, no basta con multipartidismo; se requiere además pluripartidismo con condiciones competitivas.

En términos formales, PRI y PAN no son el mismo partido. Sin embargo, sí son el instrumento bicéfalo de los intereses que hegemonizan este país. Su grado de diferenciación es semejante al que hay entre el Partido Republicano y Demócrata en Estados Unidos. A Gore Vidal se le recuerda reiteradamente por el planteamiento según el cual “hay un sólo partido en Estados Unidos, el Partido de la Propiedad y tiene dos alas derechas: republicana y demócrata”. Crítico ácido del bipartidismo norteamericano, apuntaba que “los republicanos son un poco mas estúpidos, más rígidos, más doctrinarios en su capitalismo laissez-faire que los demócratas, quienes son más monos, más bonitos, un poco más corruptos y más dispuestos que los republicanos a hacer pequeños ajustes cuando los pobres, los negros, los antiimperialistas no se portan bien. Pero, en esencia, no hay ninguna diferencia entre los dos partidos”.

Pues bien, el mismo planteamiento podría aplicarse para el PRI y el PAN. El primero es  más corporativo, más de terreno, más populachero y por lo general, pese a su jerga y usos solemnes, tienen mejor sentido del humor. El segundo es más criollo, utiliza un lenguaje confuso y repleto de tecnicismos económicos y legales, se dan sus baños de pureza y van a misa todos los domingos. Pero en su proclividad a la política económica neoliberal, en la estrategia militar y violenta contra el narcotráfico, en el manejo clientelar de los programas sociales, y en la opacidad y corrupción con las que administran los recursos públicos, “en esencia, no hay ninguna diferencia entre los dos partidos”.

El mejor de los mundos posibles para PRI y PAN es aquél en el que cada seis o doce años se alternan en el poder, instalando de facto un bipartidismo de derechas, en el cual las izquierdas son encomendadas a ejercer un papel testimonial cuyo objetivo es dotar de bríos democráticos al régimen gatopardo.

En este esquema serían las izquierdas bien portadas, las que colaboraran en la construcción de la “unidad nacional”, las que con diligencia asumieran el rol asignado por el régimen, y que tras varias pruebas de lealtad recibieran la patente de ser “izquierdistas modernos” y el galardón entregado por los opinadores oficialistas “la izquierda que el país necesita”, los que a cambio de la claudicación merezcan dádivas y prebendas. Agustín Basave alude a aquellos líderes sindicales que, ante la imposibilidad de ganar la lucha de clases, decidieron cambiar de clase. Creo que lo mismo podría decirse de los dirigentes de izquierda que sucumban a la tentación ofertada por Peña Nieto de jugar en su cancha y con sus reglas.

La democracia mexicana se ha topado con pared. Nos introdujeron por el camino de la transición sin reparar que nos dirigíamos al laberinto del gatopardo en el que todo cambia para que todo siga igual. La salida al laberinto es que la izquierda conjure su patrón divisionista y se apreste a configurarse como una opción auténticamente transformadora y diferenciada del ente bicéfalo de la derecha. Esto es, que sea capaz de sumar a sectores de la sociedad mexicana que, pese a demandas y reivindicaciones cada vez más diversificadas y complicadas de agregar, comparten un malestar común: éste no es el país que queremos. 

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