martes, 21 de febrero de 2012

Las “becas” de Calderón

Al menos desde las reflexiones de Gramsci se ha constatado reiteradamente la capacidad que los regímenes políticos poseen para fabricar un consenso, o bien reproducir la hegemonía de una ideología a través de los medios de comunicación y de un sistema educativo que desde temprana edad inculca a los estudiantes la falsa idea de un orden social natural, inevitable e incluso conveniente. Inmersos en un año electoral decisivo para el rumbo del país, desmontar tal hegemonía y lograr que un programa alternativo permee en las mayorías, constituye un desafío fundamental para el triunfo del bloque progresista. En este sentido, la izquierda tiene que aclarar cuáles factores son los que la distinguen del continuismo conservador representado por el PRI y el PAN. Uno de los campos en donde se librará esta batalla de ideas, tendrá que ser, en definitiva, el que respecta a las políticas educativas. Y aquí las diferencias son completamente notorias.

A inicios de este año, Felipe Calderón anunció la puesta en marcha del Programa Nacional de Financiamiento a la Educación Superior. En la opinión pública se generó la impresión de que era un programa de becas, pero en realidad consiste precisamente en lo contrario, es decir, el otorgamiento de préstamos con altos intereses.

El propósito es destinar 2 mil 500 millones de pesos para créditos educativos para 23 mil jóvenes que lleven a cabo sus estudios en universidades privadas. Tales créditos pueden alcanzar hasta 215 mil pesos para licenciatura y 280 mil pesos para posgrado. Tendrán que saldarse en un plazo que no supere los 15 años y medio, con una tasa de interés fija del 10 por ciento. Dicho programa cuenta con la participación de bancos como Santander, HSBC, Afirme, Banorte, Bancomer y de veinte planteles de educación superior privada, algunos de ellos de carácter confesional, entre los que se encuentran el ITESM y las universidades Anáhuac, Panamericana y la Jesuita de Guadalajara. El gobierno participa a través de Nacional Financiera y la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Del monto total de cada crédito, 80 por ciento lo pone el gobierno y el 20 por ciento restante los bancos, los cuales administran tales recursos y por tanto se quedan con las comisiones y rentas que de esta actividad deriven.

Sus promotores argumentan que tales préstamos ayudan a democratizar el acceso a la educación superior en la medida en que los jóvenes que no acceden a la universidad pública y privada por falta de cupo o de recursos puedan hacerlo. Calderón asegura que las escuelas privadas otorgan educación de calidad y una sólida formación profesional. Agrega que con este programa las empresas obtendrán una fuerza laboral mucho mejor capacitada y personal altamente calificado.

Lo que no dicen es que ésta ha sido la vía que otros países han recorrido para privatizar de facto la educación y estrangular presupuestalmente a las universidades públicas. Los estragos son evidentes en EUA, cuya deuda estudiantil supera los 995 millones de dólares. Expertos en el tema como Andrew Ross anticipan que uno de cada cinco estudiantes será perseguido por impago en el corto plazo. Otro caso semejante es Chile, país que ha sido sacudido en los últimos meses por protestas estudiantiles que por su magnitud y fuerza han dado la vuelta al mundo y puesto en jaque al gobierno neoliberal de Sebastián Piñera.

Tampoco dicen que el objetivo subterfugio de dicho programa es transferir dinero público a los bancos y financiar a las universidades privadas. Omiten señalar que el Estado abdica a una de su responsabilidades fundamentales: la educación deja de ser un derecho universal. Para recibirla, primero el estudiante ha de ser calificado como sujeto de crédito por una institución bancaria. De tal modo, mientras las universidades públicas son incapaces de cubrir la demanda debido a una dolosa y calculada asfixia presupuestal, los estudiantes se ven obligados a ingresar a universidades privadas. La educación superior se vuelve entonces una mercancía, cuando no un privilegio exclusivo para quienes puedan pagarla.

Mucho menos admiten que el costo de una licenciatura en las universidades que participan en este programa puede llegar hasta los 700 mil pesos, es decir, alrededor de cuatro veces el monto máximo del crédito.

Cuando el Estado renuncia a garantizar el derecho a la educación, las familias que en la mayoría de las ocasiones apenas y tienen para librar el día a día, asumen los costos. Los egresados, si es que logran encontrar un trabajo armónico con sus expectativas y preparación, arribarán cargando una inmensa deuda en sus espaldas. Tendrán que invertir cuando menos el 30 por ciento de su ingreso mensual para saldarla. Algunos especialistas han denominado a este financiamiento como una confiscación salarial. Un ejercicio realizado por el diario El Economista, detectó que un crédito de 215 mil pesos, con tasa de 10 por ciento a un plazo de 10 años, generaría intereses por 349,233 pesos. Por lo tanto, la deuda al término del plazo sería de 564,233 pesos. Esto quiere decir que el estudiante estaría pagando más del doble del monto recibido como préstamo para su educación.

Por si fuera poco, el desdén a las universidades públicas prolonga e impone la dependencia tecnológica que hemos contraído con el extranjero. En la actualidad, en México alrededor del 80 por ciento de las investigaciones en ciencia y tecnología son realizadas en instituciones públicas mediante financiamiento gubernamental.

Es preocupante que un sector neurálgico para el desarrollo, como lo es la educación superior, no represente para Calderón otra cosa que un suculento negocio para bancos y empresas privadas, el cual, para colmo, se financia hipotecando el futuro de los estudiantes. Bajo este contexto, que un joven vote por la derecha es equivalente a que un obrero respalde a su patronal opresora, un campesino a su capataz, una mujer a la dominación patriarcal o que un integrante de la comunidad LGBT delegue a un homofóbico la defensa de sus derechos. Este comportamiento electoral no es producto del masoquismo o la autoflagelación, sino más bien de la falta de conciencia. ¿Con qué elementos debe contar una política educativa de izquierda que claramente se diferencie de la orientación actual y despierte el entusiasmo de las mayorías? A ello me referiré en la próxima entrega.

Un pacto para esta coyuntura electoral

De manera ascendente, tanto en México como en la mayoría de los países que han alcanzado un grado relativo de democratización, los partidos políticos están dejando de ser esas organizaciones capaces de agregar intereses y representar las pulsiones que habitan en las sociedades.

En primer lugar, las realidades son cada vez más complejas en la medida en que se diversifican las identidades y por tanto las demandas y expectativas de la ciudadanía. Muchas veces tales demandas son contradictorias e incompatibles entre sí, por lo cual se imposibilita su articulación en un programa coherente. De ahí que los partidos pretendan correrse al centro, es decir, al vacío ideológico. El contenido es entonces sustituido por frases de marketing político y jingles pegajosos, con lo cual pretenden atraer a todos los sectores de la sociedad. La inmensa mayoría de los partidos le compraron a un extraño impostor la ilusión del fin de las ideologías. La secuela es que al final del día, todos los partidos terminan por asemejarse mucho: en el afán de representar a todos, no representan a nadie.

En segundo lugar, cada día se hace más amplia la brecha que existe entre los partidos y la sociedad. Tan es así, que en la vida cotidiana la gente ve en los partidos algo completamente ajeno, repulsivo y de lo que no quieren saber nada. Es más, se ha enaltecido una dicotomía un tanto exagerada que concibe a los partidos como focos de corrupción, burocratización e ineficiencia, en oposición a una ciudadanía impoluta y subsumida por estas organizaciones parasitarias. Lo cierto es que en el caso de los partidos políticos mexicanos la teoría de la jaula de hierro de las oligarquías, elaborada por Michels a inicios del Siglo XX, cobra vigencia. El poder es visto por las élites políticas como un fin en sí mismo y no como un medio para sacudir el estado de cosas. Cómodamente instalados en los círculos del poder, la gran mayoría de los políticos dan la espalda a la ciudadanía y se concentran exclusivamente en la reproducción y ampliación de sus cotos a través de negociaciones cupulares e intercambios de prebendas.

En tercer lugar, ahora los partidos no están solos. Ante el empuje de una sociedad civil revitalizada, se han visto obligados a competir por la representación de demandas con un inmenso archipiélago conformado por movimientos sociales, ONGs y demás agrupaciones que van desde las organizaciones de barrios con reivindicaciones muy concretas, hasta las redes trasnacionales de activismo político.

En recapitulación, las realidades en México han cambiado, la ciudadanía ha avanzado (aunque no lo suficiente), pero los partidos no. Como resultado, el voto duro por convicción, no por clientelismo, es raquítico; alrededor de la mitad de los registrados en el padrón electoral no acude a las urnas y quienes llegan a hacerlo en plena libertad de conciencia, no votan por un favorito sino por el menos peor. Es decir, para evitar un mal mayor no votan a favor de alguien, sino en contra del resto, o bien, anulan su voto.

Esta crisis es grave y hasta a veces se antoja insalvable. Sin embargo, hay que insistir en que es prácticamente imposible hablar de democracia sin hablar de partidos; por diversas razones de peso en las cuales aquí no profundizaré, son componentes indispensables en las sociedades democráticas contemporáneas. Sólo diré que los partidos son demasiado importantes como para dejárselos a los políticos de siempre.

Si damos por válidos los anteriores enunciados, lo importante es entonces preguntarnos, ¿qué podemos hacer para enmendar la crisis de legitimidad y confianza por la cual atravesamos? ¿Cómo ir cerrando la brecha que distancia a los partidos de los ciudadanos? Estas preguntas bien pueden no contestarse por la derecha. Su lógica conservadora la predispone a que prevalezca el status quo. Pero para los partidos y personas de izquierda que reivindican la democratización en la toma de decisiones y en la arena pública en general, abrir un debate en torno a estos desafíos es algo obligatorio y urgente.

Lo es más bajo esta coyuntura electoral, en la cual el PRD está cometiendo muchos errores y evidenciando la insensibilidad propia de quienes alguna vez fueran luchadores sociales y ahora se encuentran encerrados entre cuatro paredes negociando cotos para sus corrientes con contrapartes impresentables. El mundo a su alrededor se cae a pedazos, las bases repudian los mecanismos elitistas. Mientras tanto, ellos no mueven un solo centímetro su modo de proceder. No se han dado cuenta del huracán llamado castigo electoral que se avecina.

A pesar de tanta inercia, se puede empezar a hacer algo. Eso sí, a contracorriente. Se trata de impulsar un nuevo acuerdo entre los sectores más concientizados de los partidos de izquierda y la ciudadanía crítica y movilizada. Para arrancar este diálogo, pongo a consideración dos puntos, de los cuales podría detonar una agenda temática mucho más extensa.

El primero de ellos es impulsar que los partidos dejen de producir tanta publicidad gráfica, la cual deviene en basura electoral que deteriora el entorno urbano y genera un efecto contradictorio al esperado: en vez de atraer al ciudadano a votar por determinado candidato, andar por ciudades repletas de publicidad provoca irritación y hartazgo. Los candidatos deberán comprometerse a reducir al mínimo el uso de inmobiliario urbano para la colocación de su material de campaña. La idea que hoy impera, y algo de razón hay en ella, es que un candidato sin publicidad se vuelve invisible ante la saturación del resto de sus contrincantes. Al final, se piensa que quien tiene más dinero para repletar las calles y no el que tiene las mejores propuestas es el que lleva las de ganar. Esto no puede ser así. Por eso el presente acuerdo se complementa con el compromiso de las organizaciones de la sociedad civil de tipo vecinal, temático, estudiantil, etc., de fomentar y generar espacios de encuentro tales como foros temáticos, debates y reuniones para que los candidatos a un cargo de elección popular presenten su propuesta y la pongan a consideración de los asistentes. En este sentido, los medios de comunicación, desde los periódicos locales hasta los grandes consorcios, tendrían que comprometerse de una vez por todas a cubrir todas las campañas de manera equitativa.

El segundo de ellos pasa por reconocer que si bien los partidos son elementales para mantener en pie una democracia, también lo es el hecho de que difícilmente puede crear democracia quien no vive o funciona democráticamente. Por eso es fundamental demandar que sea a través de mecanismos de consulta popular, ya sean elecciones primarias, encuestas auditables realizadas por casas de renombre, honestas y profesionales, o elecciones abiertas a la ciudadanía, como se definan las candidaturas que contenderán en este año electoral. Las designaciones exitosas tanto de Mancera para buscar la Jefatura de Gobierno, como de López Obrador para ganar la Presidencia, deben servir como ejemplo. Es lamentable que en el PRD se escuchen posturas que apuestan a la imposición o al dedazo. Frases propias de las famiglie siciliane como “el respeto al territorio ajeno es la paz”, o la idea de que las corrientes que tienen secuestrado el aparato partidista deben imperar sobre los perfiles más competitivos, se han escuchado en los pasillos de las negociaciones a lo largo de los últimos días. Las voces que al interior se alzan en rebeldía son escasas, puesto que muchos apuestan por el acomodo o el premio de consolación. Por eso es indispensable que la sociedad civil ponga manos a la obra.

Difícilmente los dos puntos que aquí se tocan –y los que de ellos se deriven–, podrán consolidarse por medio de la clase política que ha sido responsable de que nos encontremos en este atolladero. Por el contrario, urge una renovación ética y generacional de las izquierdas partidistas que sepa recuperar lo mejor de las luchas que la precedieron. De eso hablaremos en otra ocasión.

martes, 7 de febrero de 2012

De Generaciones

¿Cuáles son los elementos que distinguen a una generación? ¿Acaso son los íconos culturales, las ideas políticas de la época, los eventos históricos, la música de moda o las tendencias artísticas? Indudablemente los acontecimientos compartidos desde la infancia, pasando por la juventud, infunden una marca de por vida. Esa marca es lo que constituye a una generación y se corrobora en cada guiño de complicidad entre sus integrantes, en cada relato de los años mozos y en cada remembranza de experiencias comunes. Cuando viejos amigos se reúnen, hasta la experiencia más ordinaria cobra una narrativa epopéyica.

En la película Media noche en París (Midnight in Paris, 2011), Woody Allen retrata lo contrario: el anhelo o nostalgia de toda generación por haber pertenecido a otra. Pero la contradicción es sólo en apariencia, pues subsiste la añoranza por otros tiempos y la evocación de un pasado glorioso que nunca más habrá de volver. El protagonista de esta película es el romántico guionista norteamericano Gil Pender (Owen Wilson), quien realiza un viaje que prometía ser de lo más aburrido con la familia de su esposa a París. Deambulando por las calles de aquella ciudad, la fantasía del protagonista se vuelve realidad cuando suenan las doce campanadas nocturnas. Es ahí cuando puede viajar en el tiempo a la década de los veintes, época de esplendor cultural de la capital francesa. Compartirá entonces una serie de veladas bohemias con sus héroes artísticos y literarios, que van desde Hemingway, Dalí y Buñuel, hasta Pablo Picasso o los Fitzgerald. Para el colmo, estos presuntos afortunados de vivir tiempos gloriosos externan su insatisfacción por no haber pertenecido a la generación de la Belle Époque de la última década del Siglo XIX, a lado de personajes como Toulouse-Lautrec, Degas y Gauguin.

Lo que comparten los viejos amigos del primer párrafo con el planteamiento de Woody Allen es la idea de que todo pasado fue mejor. Esta reiteración no es novedad. “Los jóvenes hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida, y le faltan al respeto a sus maestros”, decía Sócrates (470-399 A.C). "Nuestra juventud es decadente e indisciplinada, los jóvenes ya no escuchan los consejos de los viejos, el fin de los tiempos está cerca", vaticinaba Caldeo aproximadamente en el año 2000 antes de Cristo. “Ya no tengo ninguna esperanza en el futuro de nuestro país, si la juventud de hoy toma mañana el poder, porque esa juventud es insoportable, desenfrenada, simplemente horrible” refunfuñaba Hesíodo por ahí del Siglo VII A.C.

Del mismo modo, en la actualidad es lugar común tildar desde una visión “adultocéntrica” a quienes nacieron entre finales de los sesentas y principios de los ochentas como la generación X, caracterizada por su apatía, rebeldía conformista e inmovilidad. O más despectivo aún, a quienes nacieron en los ochentas e inicios de los noventas como la generación Nini, pues ni estudia ni trabaja, ni gozará de una vejez pensionada. Finalmente, a los que nacieron arrancado ya el Siglo XXI, se les ha nombrado los I-Kids. Son aquéllos concebidos con el chip digital integrado, cuya interacción social se efectuará con una máquina de por medio.

No es de sorprenderse que las generaciones que han elaborado estas clasificaciones, cuando se refieren a la suya lo hagan en tono reivindicativo. Las identidades en tales casos son positivas: la generación del 68, o a quienes correspondió arrancar la apertura democrática, o quienes en las aulas universitarias se formaron con orgullo en la teoría marxista. Son generaciones que nos presumen que albergaban la esperanza de un mundo justo, en donde las ideas ejercían una fuerza impresionante. El panorama se completa mediante el contraste de aquellos años con la actualidad: hoy –aseguran–, todo es fugaz, incierto, toda certidumbre se desvanece, todo compromiso es líquido. Hemos montado un altar al individualismo y las juventudes permanecen alienadas por la sociedad de consumo e indiferentes a los temas públicos. Bajo esta interpretación del curso de la historia, muchos jóvenes de izquierda desde luego envidiaríamos haber vivido en tales años, cuando los referentes tenían la talla de un Salvador Allende, un Fidel Castro o un Olof Palme y se luchaba por ideas y no por cuotas de poder; cuando en los partidos de izquierda se era guevarista, maoísta o trotskista y no chucho o bejaranista.

El conflicto entre generaciones es una realidad que data de siglos. Desde los jóvenes tiranos de Sócrates hasta la criminalización actual de los jóvenes sólo por el hecho de ser joven, la incomprensión o la ausencia de disposición para comprender al otro, a lo diverso, provoca que estereotipos o simplificaciones se asuman como verdades. El ejemplo más contundente de esta ruptura es la música: son escasas las personas mayores de 50 años que no piensen que la música electrónica es ruido en su estado más destilado, o que sienta un auténtico goce al escuchar el disco The King of Limbs de Radiohead. Tal ejemplo puede extrapolarse a otros campos como la política y la socialización. ¿Somos los jóvenes en verdad apáticos, o más bien los conceptos y categorías tradicionales son obsoletos para comprender las nuevas realidades?

Haríamos bien en desmitificar las añoranzas de un pasado glorioso, poner en tela de juicio los diagnósticos que pasan acríticamente por válidos y comenzar a reivindicar nuestro presente. ¿Qué tal si invertimos los supuestos? Ello conllevaría a asumir a la generación de nuestros padres como una formada en la ortodoxia y cuyos preceptos y utopías fueron tristemente derruidos con el muro de Berlín. Sería desmentir que nosotros nos quedamos en la orfandad ideológica y los brazos caídos en un mundo unipolar. Sería rebatir que no somos la generación de la apatía y de la incapacidad por amalgamar causas colectivas, sino la del escepticismo y la duda razonada, la que no acepta recetas ni paraísos prometidos y que tiene la responsabilidad de trazar, desde la incertidumbre de la heterodoxia, su propio porvenir.




·Publicado en La Silla Rota