Alejandro Encinas Nájera
Competitividad, productividad, flexibilización. A nombre de estos
términos rimbombantes, los modernos han consumado un sinfín de engaños. –Hay
que despojarse de atavismos y dogmas para incorporarnos al concierto de la
globalidad. –México somos todos y nos une el amor que por él profesamos
–exclama con efusividad el establishment.
A modo de estribillo memorizado, los modernos reclaman que la izquierda sea
civilizada y deje de comportarse de manera abyecta con las instituciones. Que desista
de su populismo y demagogia; que no sea rijosa y fundamentalista; que conjure
sus lastres mesiánicos y premodernos para sumarse al loable esfuerzo de las
demás fuerzas políticas en la construcción de nuestra sólida democracia.
Los modernos ya no son tan modernos ni tan avant-garde como les gustaría ser: están entre nosotros desde hace
tiempo, cuando menos desde la firma del Tratado de Libre Comercio con América
del Norte. En ese entonces se engalanaban con el ingreso del país al selecto
grupo de naciones democráticas con economías prósperas, farsa desmentida al
instante por el levantamiento de una insurrección indígena en las selvas del
sureste.
En nuestros días resulta que ser moderno es apoyar la
privatización de los recursos energéticos. Para adornar su propuesta, citan el
caso de Lula y Petrobras con la altanera certidumbre de un villamelón en plena Plaza de Toros. Quien ose oponerse a ello es
tildado al unísono por los opinadores televisados de enemigo del progreso, o
bien, como un ortodoxo trasnochado cuyas telarañas ideológicas le impiden admitir
que es turno de los técnicos portadores de las recetas que requiere la economía
para crecer. El moderno proclama cifras y más cifras que marean, ensordecen y
no dejan oír argumentos.
También es moderno impulsar la participación de la izquierda en un
gobierno de coalición con Peña Nieto a la cabeza. Eso, nos aseguran, acabaría
con la parálisis institucional e impulsaría las reformas estructurales (otro de
sus términos favoritos). No está de más aclarar que invitar a un personaje
desacreditado al gabinete de transición lejos
está de representar un acuerdo nacional. La finta es hacer creer que basta cooptar
a un perfil “progre”, cuando en realidad la puesta en marcha de un gobierno de
coalición requeriría pactar agendas legislativas y programas de gobierno
públicos y auditables.
A los modernos les gusta ser vistos como hombres de mundo,
viajados, conocedores de todas las culturas políticas y tradiciones cívicas.
Uno de sus recursos retóricos predilectos es citar experiencias
internacionales. Desde un esnobismo pseudo intelectual proclaman frases huecas que
a veces logran apantallar a despistados: –Hay que aprender de la ley laboral de
Alemania–, –Necesitamos aplicar el modelo chileno–, o, la más reciente y
escandalosa, –En materia de seguridad hay que reproducir la experiencia
colombiana.
Para evidenciar a los modernos basta con preguntarles en qué
consisten y cómo se formulan tales experiencias del extranjero que tanto encumbran.
Algún asesor avispado tendría que comentarle a Peña Nieto que el “modelo
colombiano” para enfrentar a los cárteles de la droga ha permitido que las
agencias estadunidenses operen en su territorio ya no desde la clandestinidad,
sino como oficiales que desempacaron para instalarse sin la menor intención de
volver a su país de origen. Según enlista Lydia Cacho en “El ridículo de Peña Nieto”, como resultado de la estrategia que el
mexiquense pretende emular, en Colombia hay 3.7 millones de desplazados y 2700
desapariciones. Además, las guardias privadas auspiciadas por terratenientes y
grandes propietarios que contaban con la anuencia de los gobernantes,
proliferaron para luego independizarse y formar grupos paramilitares que prestan
servicios como sicarios.
Por lo demás, en esta coyuntura quien quiera ganarse el título de
moderno y entrar en el distinguido club de “librepensadores imparciales”, tiene
la fabulosa oportunidad de apoyar la reforma laboral propuesta por Felipe
Calderón. La exposición de motivos es loable: atraer inversión extranjera,
hacer de México una economía competitiva, actualizar el marco normativo a las
necesidades del Siglo XXI. En dicha sección hasta plantean con descaro conceptos
como trabajo decente, pero al voltear la página las reformas van en
contrasentido favoreciendo inalterablemente a los contratistas. En resumen, el señuelo
discursivo moderno encubre la verdadera intención de transformar al trabajo
como una mercancía más, desechable cuando al patrón se le antoje.
Desde la óptica de los modernos las protestas en la calle y demás
movilizaciones son inaceptables, propias de revoltosos y resentidos, de malos
perdedores que no son capaces de entender que contamos con un sólido sistema
democrático que permite encauzar por la vía institucional las demandas. La
asepsia moderna no tolera el disenso ni la confrontación. Su pulcritud reclama
ausencia de conflicto político, enaltece como máxima inapelable la unidad. La
racionalidad moderna proclama el fin de las ideologías –y de la historia–. Quien
plantee la posibilidad de un país con justicia social es tachado de atávico
cuando no de echeverrista demagógico. Lo de hoy es el libre mercado. Y punto.
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