martes, 15 de enero de 2013

Los modernos



 
Alejandro Encinas Nájera

Competitividad, productividad, flexibilización. A nombre de estos términos rimbombantes, los modernos han consumado un sinfín de engaños. –Hay que despojarse de atavismos y dogmas para incorporarnos al concierto de la globalidad. –México somos todos y nos une el amor que por él profesamos –exclama con efusividad el establishment. A modo de estribillo memorizado, los modernos reclaman que la izquierda sea civilizada y deje de comportarse de manera abyecta con las instituciones. Que desista de su populismo y demagogia; que no sea rijosa y fundamentalista; que conjure sus lastres mesiánicos y premodernos para sumarse al loable esfuerzo de las demás fuerzas políticas en la construcción de nuestra sólida democracia.

Los modernos ya no son tan modernos ni tan avant-garde como les gustaría ser: están entre nosotros desde hace tiempo, cuando menos desde la firma del Tratado de Libre Comercio con América del Norte. En ese entonces se engalanaban con el ingreso del país al selecto grupo de naciones democráticas con economías prósperas, farsa desmentida al instante por el levantamiento de una insurrección indígena en las selvas del sureste.

En nuestros días resulta que ser moderno es apoyar la privatización de los recursos energéticos. Para adornar su propuesta, citan el caso de Lula y Petrobras con la altanera certidumbre de un villamelón en plena Plaza de Toros. Quien ose oponerse a ello es tildado al unísono por los opinadores televisados de enemigo del progreso, o bien, como un ortodoxo trasnochado cuyas telarañas ideológicas le impiden admitir que es turno de los técnicos portadores de las recetas que requiere la economía para crecer. El moderno proclama cifras y más cifras que marean, ensordecen y no dejan oír argumentos.

También es moderno impulsar la participación de la izquierda en un gobierno de coalición con Peña Nieto a la cabeza. Eso, nos aseguran, acabaría con la parálisis institucional e impulsaría las reformas estructurales (otro de sus términos favoritos). No está de más aclarar que invitar a un personaje desacreditado al gabinete de transición  lejos está de representar un acuerdo nacional. La finta es hacer creer que basta cooptar a un perfil “progre”, cuando en realidad la puesta en marcha de un gobierno de coalición requeriría pactar agendas legislativas y programas de gobierno públicos y auditables. 

A los modernos les gusta ser vistos como hombres de mundo, viajados, conocedores de todas las culturas políticas y tradiciones cívicas. Uno de sus recursos retóricos predilectos es citar experiencias internacionales. Desde un esnobismo pseudo intelectual proclaman frases huecas que a veces logran apantallar a despistados: –Hay que aprender de la ley laboral de Alemania–, –Necesitamos aplicar el modelo chileno–, o, la más reciente y escandalosa, –En materia de seguridad hay que reproducir la experiencia colombiana.

Para evidenciar a los modernos basta con preguntarles en qué consisten y cómo se formulan tales experiencias del extranjero que tanto encumbran. Algún asesor avispado tendría que comentarle a Peña Nieto que el “modelo colombiano” para enfrentar a los cárteles de la droga ha permitido que las agencias estadunidenses operen en su territorio ya no desde la clandestinidad, sino como oficiales que desempacaron para instalarse sin la menor intención de volver a su país de origen. Según enlista Lydia Cacho en “El ridículo de Peña Nieto”, como resultado de la estrategia que el mexiquense pretende emular, en Colombia hay 3.7 millones de desplazados y 2700 desapariciones. Además, las guardias privadas auspiciadas por terratenientes y grandes propietarios que contaban con la anuencia de los gobernantes, proliferaron para luego independizarse y formar grupos paramilitares que prestan servicios como sicarios.

Por lo demás, en esta coyuntura quien quiera ganarse el título de moderno y entrar en el distinguido club de “librepensadores imparciales”, tiene la fabulosa oportunidad de apoyar la reforma laboral propuesta por Felipe Calderón. La exposición de motivos es loable: atraer inversión extranjera, hacer de México una economía competitiva, actualizar el marco normativo a las necesidades del Siglo XXI. En dicha sección hasta plantean con descaro conceptos como trabajo decente, pero al voltear la página las reformas van en contrasentido favoreciendo inalterablemente a los contratistas. En resumen, el señuelo discursivo moderno encubre la verdadera intención de transformar al trabajo como una mercancía más, desechable cuando al patrón se le antoje.

Desde la óptica de los modernos las protestas en la calle y demás movilizaciones son inaceptables, propias de revoltosos y resentidos, de malos perdedores que no son capaces de entender que contamos con un sólido sistema democrático que permite encauzar por la vía institucional las demandas. La asepsia moderna no tolera el disenso ni la confrontación. Su pulcritud reclama ausencia de conflicto político, enaltece como máxima inapelable la unidad. La racionalidad moderna proclama el fin de las ideologías –y de la historia–. Quien plantee la posibilidad de un país con justicia social es tachado de atávico cuando no de echeverrista demagógico. Lo de hoy es el libre mercado. Y punto.





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