Alejandro Encinas Nájera
Desde hace tiempo tenía en el tintero un artículo que
discurriera sobre uno los principales lastres para el desarrollo del país. Quería
examinar cómo la corrupción se ha constituido como una funcional
(des)ordenadora de la vida de nuestra sociedad, y en especial, analizar su
incidencia en el crecimiento anárquico de nuestras ciudades, en el menosprecio del
espacio público y en la depredación de los recursos naturales.
Mi interés en el tema se exacerbó tras enterarme
que en la esquina de Río Churubusco y Universidad están construyendo lo que
será el rascacielos más alto de América Latina. Mi primera pregunta –y
seguramente la de muchos otros transeúntes– fue ¿a quién se le habrá ocurrido
tal disparate? Se trata de una zona que ya de por sí está sobresaturada y que
tiene problemas de abasto de agua, ambulantaje, recolección de basura y sobre
todo de congestión vial, sean horas pico o no. Pero eso parece no importarle a
sus desarrolladores y a las autoridades que expidieron las licencias
requeridas. Su construcción implica millonarias inversiones y, por lo tanto, deduzco
que millonarias ganancias.
Mitikah,
la Ciudad Viva, se inscribe en una
tendencia de crecimiento urbano dizque vanguardista y cool, que consiste en deificar los ghettos para ricos. Será un rascacielos en medio de la jungla de
concreto en el cual sus habitantes se sientan seguros, modernos, confiados de
su éxito al saberse parte de un selecto grupo que puede acceder a ese tipo de
vida en el que no se tiene que salir ni a la esquina. Cine, súper, hospital, centro
de convenciones, spa, gimnasio, antro, shopping
mall y hasta hotel estarán a unos cuantos pisos de distancia. Es más, no habrá
necesidad de respirar el aire poluto de la ciudad, pues estos edificios “inteligentes”
cuentan con un circuito cerrado en el que ni siquiera se puede abrir la ventana
para orear la habitación en la mañana.
Este caso es emblemático para ilustrar un problema
recurrente en el DF y el resto del país y que se resume en una palabra:
corrupción. Difícilmente alguien podría desmentir que este fenómeno social se
asoma cada vez que las ganancias
inmediatas de unos pocos traen como consecuencia afectaciones severas y
permanentes para el resto de la sociedad. En este caso en particular, los
beneficios económicos de los desarrolladores inmobiliarios (y de las
autoridades cómplices), son la variable causal del deterioro en la calidad de
vida de quienes habitan, trabajan o transitan en los alrededores de Mitikah.
Garret Hardin en 1968 ya
lo había demostrado a través del famoso modelo de la tragedia de los comunes.
Permítanme exponer en qué consiste este dilema, porque creo que representa también
la tragedia de los mexicanos:
Imaginemos un pastizal
cuyo uso es compartido por múltiples pastores para alimentar a su ganado. Al
paso del tiempo los pastores observan que queda suficiente pasto no consumido
como para alimentar aún a más animales y por lo tanto, maximizar sus utilidades
individuales. Comienzan a hacerlo, pero llega el punto en que debido al
incremento de ganado, el pastizal queda sobreexplotado, pues su capacidad para
proveer suficiente alimento para tantos animales es sobrepasada. El desenlace
es que todos los animales mueren.
La tragedia de los
comunes demuestra que si todos actuáramos racionalmente para satisfacer nuestros
intereses egoístas e inmediatos sin pensar a futuro y en términos comunitarios,
esta conducta sería contraproducente y devastadora. Si lo que
es de todos no es de nadie (espacios públicos y recursos naturales), y si no
hay sentido de pertenencia y responsabilidad con los demás miembros de una
sociedad, no es extraño que predominen las conductas gandayas. Así se vuelve
norma que a falta de planeación urbana, la corrupción trace disfuncionalmente
nuestras ciudades, se sobreexplote y dilapide la riqueza de nuestros mares y
tierras y se entreguen permisos sin importar que depreden ecosistemas, dañen el
patrimonio histórico, deterioren el espacio urbano o contaminen los ríos.
Mientras
la corrupción fije las reglas de convivencia en nuestra sociedad, no será
extraño que se sigan entregando permisos como el concedido para construir
Mitikah, una mega obra en una zona de la Ciudad de México que claramente no podrá
asimilar el súbito impacto. ¿Cuánto dinero, cuántos intereses no están en juego
en esta construcción? ¿Recuerdan cuál fue el sector del mercado que hace un par
de años a través de la especulación y la generación de burbujas e ilusiones
vendidas a crédito condujo al mundo a una de las más severas crisis económicas
de las que se tenga memoria?
Hay que
agregar que el correlato de la corrupción es el cinismo. En el portal de
Internet www.mitikah.com, se asegura que este inmueble sin duda “es la pieza
clave como detonante del mejoramiento del sur de la Ciudad de México, donde se
integra su arquitectura, convirtiéndose en uno de los edificios más importantes
de la metrópoli”.
En México la corrupción
se ha vuelto el aceite que lubrica el engranaje social. Es además una cuestión de incentivos. Como señala
Agustín Basave en Mexicanidad y esquizofrenia (Océano, 2010), mientras
ser corrupto y violar la ley salga más barato que ser honesto y actuar bajo la
norma, la corrupción seguirá siendo funcional y seguirá cumpliendo su papel de
ordenadora de la sociedad en detrimento de un Estado de Derecho muchas veces invocado
pero pocas veces aplicado. La asignatura pendiente es crear las condiciones
objetivas para hacer inconveniente y contraproducente el acto ilícito.
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