Alejandro
Encinas Nájera
Comienzo lanzando una pregunta al sentido común.
Suponiendo que es cierta la encuesta del Excélsior
que ubica a López Obrador en tercer lugar, o la de Milenio –la cual al paso que
va, culminará dándole 103 puntos porcentuales a Peña Nieto–, ¿no es curioso que
la guerra sucia del PRI y del PAN se dirija hacia el candidato menos
competitivo? ¿No sería “pasarse de lanza”, o bien, actuar con rudeza
innecesaria?
Un temor recorre los cuartos de guerra de Peña Nieto
y Vázquez Mota. La opción progresista ha encendido focos rojos. Por más que
ciertas encuestas coloquen a Andrés Manuel en tercer lugar, la estrategia de
ambos candidatos conservadores los delata: es evidente que es el rival a
vencer.
El ejemplo más contundente del empleo de la guerra
sucia lo ofrece un spot cuya responsabilidad recae en los candidatos a
diputados y senadores del PAN (ver en: http://youtu.be/n-EzIc4TJXE). Haciendo
uso de una manipulación insultante a la inteligencia de los electores, el spot
extrae y descontextualiza un fragmento de un discurso de López Obrador
pronunciado en Tlatelolco: “la vía armada una posibilidad para lograr la
transformación de los pueblos”. A continuación la frase completa: “(...) a
quienes piensan que la vía armada es una posibilidad para lograr la
transformación de los pueblos. Pero aquí quiero dejar de manifiesto, que con
todo respeto a quienes piensan de esa manera, nosotros sostenemos de que vamos
a luchar siempre por la vía pacífica y por la vía electoral”. Como aquí se
constata, el candidato de las izquierdas planteó precisamente lo contrario a la
vía armada.
En toda democracia es necesario el contraste. Por
esta razón, la crítica y el argumento que cuestiona o que acusa con fundamento,
no han de tomarse como guerra sucia. Más bien, este término se refiere al
empleo de la calumnia, la difamación o la distorsión informativa, como
elementos para inhibir la intención de voto hacia alguno de los contendientes.
La guerra sucia no le habla a la inteligencia; se dirige a la dimensión emotiva
de las personas para despertar pulsiones de odio o miedo. En la guerra sucia no
hay lugar al debate y la interpelación; el adversario se torna enemigo, sus
argumentos no se oyen, y se le habrá de vencer haiga sido como haiga sido.
Pareciera que la herida que se abrió tras la
polarización electoral de 2006 no dejó moraleja alguna entre quienes mandan en
este país. Los círculos más poderosos aún temen una decisión democrática y
buscan disuadir a los ciudadanos de tomar una elección desde su libertad de
conciencia. Como apunta el profesor del Colmex, Lorenzo Meyer, la guerra sucia
sigue un patrón: el temor provoca que se dirija la atención colectiva a la supuesta
amenaza y debilita la capacidad del individuo a razonar y asimilar la
información. El individuo pierde tolerancia, se sustenta en estereotipos y
desarrolla animadversión a todo aquello que le es diferente. El discurso del
miedo apela a las emociones negativas y los temores para ahogar los argumentos
de una izquierda que se afirma como oposición institucional, pacífica y
constructiva. Una izquierda que por cierto, este año ha lanzado un llamado
urgente a la reconciliación nacional.
Lo más deplorable es la falta de imaginación y
originalidad de quienes auspician la guerra sucia. Reciclan y vuelven estribillo
los absurdos que se invocaban hace seis años. Su argumentación comienza
esgrimiendo que el arribo de una alternativa distinta representa un peligro
para la estabilidad política y la economía nacional. Se perderían empleos, se
devaluaría la moneda, se incrementaría la deuda y serían ahuyentadas las
inversiones. Se tilda al adversario como autoritario, populista, demagogo,
mesiánico, irresponsable e irracional. Para evitar el descalabro nacional, la
única alternativa disponible es ratificar el actual modelo económico de
privilegios para una minoría y cargas para la inmensa mayoría.
La derecha está preocupada por el súbito repunte de
AMLO. Para detenerlo, lanzan una proclama: ¡que cunda el pánico! La conducta que
recurrentemente adoptan las fuerzas conservadoras resulta paradójica si no es
que esquizofrénica: llaman a defender las instituciones de la democracia, al tiempo
que con sus acciones minan su institucionalidad y el carácter democrático de la
contienda.
La reacción virulenta del PRI en contra del
movimiento universitario #YoSoy132, es prueba fehaciente de cómo pese a que el
país ha cambiado, el PRI permanece petrificado en el siglo pasado. Siguen
empleando una añeja estrategia para desarticular movimientos sociales, la cual puede
sintetizarse en tres puntos:
1) Difamar,
denigrar.- Así como en el 68 Díaz Ordaz acusaba que detrás de los
estudiantes se incubaba una conspiración del bloque comunista cuyo propósito
era ganar terreno en la Guerra Fría y desbancar al gobierno nacionalista y
revolucionario, hoy el priísmo tiende a poner en entredicho la libertad de
conciencia de quienes participan en el #YoSoy132 y la inmensa pluralidad
ideológica que se alberga en su seno. Pretenden generar una percepción en la
opinión pública basada en que detrás de este movimiento están sus rivales
electorales. En tal intento, irónicamente han caído en el ridículo.
2) Infiltrar,
reventar.- Cuando la primera acción no prospera, se pasa a infiltrar el
movimiento para generar divisiones internas e incitar conatos de violencia, con
lo cual se pretende que la sociedad civil les retire su apoyo y pasen a ser un
movimiento marginal de “rijosos”, “violentos”, “intolerantes que no respetan
las instituciones”, “ninis”, “rebeldes sin causa” y demás atributos heredados
del lenguaje macartista. Es entonces cuando se hace un llamado a la autoridad
para restablecer “el orden”.
3) Hostigar,
intimidar.- Finalmente, cuando ninguna de las acciones anteriores prospera,
se pasa a la agresión física y verbal. Haciendo uso de la violencia, se
pretende disuadir la participación, atomizarla, que cada quien se vaya por
donde vino. Los acarreados del PRI en el Estado Azteca, que entraron con
cortesías, nos recuerdan a los peores tiempos del porrismo. Las agresiones físicas
a miembros del #YoSoy132 en diversas partes del país, pretenden paralizar la
movilización universitaria que puso en entredicho el triunfo de Enrique Peña Nieto.
Acierta Meyer cuando señala que “la desintegración de
una forma autoritaria de control inevitablemente produce reacciones de miedo
entre las élites que hasta entonces se habían beneficiado de ese modo no
democrático de gobernar.” Hoy que el PRI ya no la tiene segura, muchos de los
compromisos están en riesgo de no cumplirse. Y no me refiero a los que Peña
Nieto prometió a la ciudadanía y firmó con notario presente, sino a aquéllos
que en verdad le pesan: los de sus socios, inversionistas y patrocinadores. ¿Estarán
contemplando los abogados de Peña Nieto demandar a Televisa por incumplimiento
de contrato y viceversa?
Como se ha constatado en los párrafos anteriores, hay
quienes esparcen miedo porque tienen miedo a una decisión democrática. Pese a
todo, se acerca la hora de las urnas. El llamado es a votar desde la libertad
de conciencia, sin miedo, con decisión e información. El llamado es a amarrarle
las manos a los mapaches electorales, a sonreír porque vamos a defender el
voto, a rechazar que los partidos lucren electoralmente con la pobreza y las
necesidades apremiantes de amplísimas franjas de la población. El llamado es a
que sea el voto de los ciudadanos –y sólo el voto de los ciudadanos– el factor
que elija a los futuros representantes populares. El llamado es a seguir el
ejemplo de las juventudes que despertaron colectivamente de un letargo que duró
décadas. Ha llegado la hora de que la ciudadanía cambie el curso de nuestra
historia.