Alejandro Encinas Nájera
Algo anda mal cuando la oposición se rehúsa a ser
oposición. Es cierto que abunda la propaganda oficialista que denigra al
opositor tildándolo de enemigo del avance, el obstructor premoderno, el que no
ama a su país y un largo etcétera. También es cierto que diversas encuestas
reflejan que la población tiene una mejor impresión de instituciones unitarias
aisladas del conflicto político como el Ejército, el Jefe de Estado, y que a
los partidos políticos se les liga en el imaginario popular con la división y
la confrontación. De ahí que muchos políticos quieran hacerse pasar como los
artífices del acuerdo, de la conciliación, del pacto nacional. Sin embargo, es
oportuno hacer una aclaración: de eso no se trata la democracia.
La democracia es la institucionalización del
conflicto, es decir, un sistema que permite encauzar por vías civilizadas las
diferencias preexistentes en toda sociedad. Esto quiere decir que los partidos
políticos no inventan las divisiones: las encarnan. La idea de suprimir la
diversidad, hacer pasar a una sociedad como homogénea y con una sola voz, se
encuentra en las antípodas de la democracia. Precisamente los partidos
políticos están contemplados para ser los representantes de esas divisiones y
actuar de manera consecuente en los parlamentos.
Pese a todas las irregularidades de las elecciones
de este año, las urnas fueron depositarias de un mensaje inobjetable: el
electorado decidió no conferir mayoría absoluta a ningún partido. Por ende, estamos
nuevamente ante un escenario de gobierno dividido. ¿Qué quiere decir esto? Que
la ciudadanía decidió no otorgar plena luz verde al Poder Ejecutivo, sino que
demandó contar con un Poder Legislativo que funja como un auténtico contrapeso
y como implacable auditor.
Pero eso parece no importarle a un sector del PRD
que decidió acudir a firmar el mal llamado “Pacto por México” sin consultarle a
nadie. Quienes hicieron suya la proclama “hay que respetar las instituciones”,
socavan su propia institucionalidad manejando el partido como si fuera el
patrimonio de un grupo, o, peor aún, como un “club de cuates”. Para muestra,
los emisarios del PRD en las mesas de negociación (a puerta cerrada) son Jesús
Ortega y Carlos Navarrete. El primero no tiene ningún cargo en la estructura
del partido; el segundo tampoco, incluso recientemente fue nombrado secretario
de Trabajo en el gobierno del Distrito Federal. Ninguno de ellos cuenta con un
nombramiento expedido por algún cuerpo colegiado o deliberativo. Por lo tanto, podrán
hablar a título personal, pero su calidad de representantes del partido es inexistente,
lo cual implica que todo acuerdo que alcancen carecerá de sustento y será
acatado sólo por aquéllos que deseen hacerlo.
Más grave aún es que dicho pacto es demagogia pura,
o –para decirlo en el argot de sus promotores– “política ficción”. Para
demostrarlo, basta revisar la supuesta reforma educativa que ahora se discute
en las cámaras. Su objetivo principal, según se registra en las líneas del
pacto, es que el Estado mexicano recupere la rectoría del sistema educativo nacional.
¿Y cuándo la perdió? Sucede que el Estado mexicano es corporativo, pero ésa es
otra historia. Y si acaso la perdió, ¿qué reforma legal tendría que hacerse
cuando en el artículo 3ro constitucional está claramente establecida dicha
atribución? Como se corrobora, el pacto es simulación pura, algo equivalente a
decir que gracias al loable esfuerzo conciliador de los partidos, se ha llegado
al acuerdo de que a partir de hoy los colores de la bandera nacional deberán
ser el verde, el blanco y el rojo.
Por todo lo anterior, habría que preguntarse, ¿cuál
es el beneficio público de que la oposición firme un pacto concebido para pavimentar
el arribo de Peña Nieto a la Presidencia? La aritmética parlamentaria es
implacable y lanza una advertencia contundente. Los votos del PRD sólo cuentan
cuando su sentido es en contra del PRI. Éste último bien puede prescindir de la
izquierda para sacar adelante sus iniciativas, pero sólo cuando en el Senado la
izquierda y el PAN van contra el PRI, los votos de la izquierda surten un
efecto en el producto final. Únicamente así se manda el mensaje de que los
tiempos en los que era habitual la pleitesía lo que usted diga señor presidente, han quedado en el pasado.
Si no hay bien público palpable o verificable en la
participación perredista en el pacto, la pregunta que viene a la mente es, ¿a
cambio de qué? Una breve revisión histórica nos permite encontrar algunas
pistas. Alrededor de la década de los ochenta, en la fase de declive de la
hegemonía priísta, el régimen requería construir ante los socios
internacionales un sistema político que al menos en la fachada cumpliera con
pluralidad ideológica y competencia electoral. Por eso promovió el surgimiento
de una izquierda muy revolucionaria en el papel, pero domesticada en su acción
política. Se trataban de partidos como el PST de Aguilar Talamantes, los cuales
orbitaban alrededor del PRI y requerían de su patrocinio para subsistir. A
quienes formaban parte de esta izquierda paraestatal que le gustaba brindar en
Los Pinos, se les conoció como los socialistas del presidente.
En el fondo, la gran interrogante que hay que
resolver es ¿cómo debe relacionarse la izquierda con el régimen? El riesgo está
a la vista: algunas personas que han militado toda su vida en la izquierda pareciera
que han sido cautivadas por el poder. Un opositor tiene que andar con pies de
plomo cuando por sus obligaciones políticas tiene que frecuentar los circuitos
de las élites económicas, financieras y políticas. Habrá de tener especial
cuidado con esas invitaciones a restaurantes caros y demás ofrecimientos
lujosos. La intención del régimen es mimetizar a la izquierda, hacer que pierda
su componente disruptivo y desafiante del orden, desmoralizarla haciéndola
copartícipe en los banquetes del poder.
Cada quien decide con quién se lleva. Lo que aquí está
a discusión son las relaciones que se fraguan en el terreno de la
responsabilidad política. Desde luego que la izquierda tiene que entablar
interlocución con todos los sectores de la sociedad. La política es
confrontación, pero también diálogo, entendimiento y acuerdos. Por lo tanto,
estas relaciones tienen que darse en un marco de respeto y manteniendo siempre
en claro que los principios no se negocian ni se cooptan.
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