martes, 18 de septiembre de 2012

Partido en movimiento o movimiento partido



Alejandro Encinas Nájera

Ser o no ser. Esa es hoy y ha sido siempre la cuestión. Cuando uno vuelve a hojear las revistas políticas publicadas en los años de fusión de las izquierdas que desembocaron en el proyecto unitario del perredismo, cae en cuenta que la pregunta ¿cuál es la vía para encauzar nuestra lucha? siempre ha estado presente. Políticos como Arnoldo Martínez Verdugo, Gilberto Rincón Gallardo, Heberto Castillo y Cuauhtémoc Cárdenas, libraron en su momento tales discusiones. En nuestros tiempos el debate se reedita con otros personajes y en otras circunstancias. 

Señala Adolfo Sánchez Rebolledo que “una de las ideas que a través de la historia ha obsesionado a la izquierda, al menos la de origen socialista, es la de qué tipo de organización es necesaria para alcanzar los objetivos anhelados”. No es nueva la disyuntiva ni tampoco exclusiva de nuestro país. Es más: Lenin ya se lo preguntaba en su afamado libro ¿Qué hacer?

Hay quienes se frotan las manos al vaticinar la fragmentación del bloque progresista. Calculan que la decisión de López Obrador de separarse de la plataforma de partidos que lo postuló a la Presidencia para concentrarse de lleno en Morena, desembocará en la partición del movimiento.

Una interpretación opuesta a la de un movimiento partido, o en vías de, es que hoy se presenta una formidable oportunidad para que la izquierda conjure los males e impulse un partido en movimiento. Pero para ahuyentar los augurios de la división y navegar a buen puerto sin naufragar en el intento, quienes están encauzando el inminente reacomodo de las izquierdas tienen que tomar en cuenta que será un proceso muy delicado y que hay que actuar con conciencia histórica y altura de miras.

De nada sirve a los esfuerzos de unidad que en este frágil contexto algunos dirigentes alienten presurosos la negociación con Pena Nieto, o insistan en las alianzas con el PAN, las cuales demostraron su fracaso incluso cuando se gana una elección. Y es que en los marginales casos en que la coalición PRD-AN ha devenido en alternancia, se ha presentado el fenómeno del gatopardismo, reciclando a priístas escindidos, como sucedió en Puebla y Sinaloa. Algunos dirigentes del PRD, al pretender suministrar oxígeno a un partido convaleciente que pasa por su momento más crítico y que por lo demás apoyará las reformas estructurales de Peña Nieto, introducen innecesariamente elementos que agudizan la discordia entre las expresiones de izquierda.

Es evidente que la iniciativa de convertir a Morena en partido político surge de un malestar legítimo y ampliamente implantado. Es una reacción ante el agotamiento de un ciclo organizativo de las izquierdas. Si lo que se pretende es consolidar lo logrado y abonar en la unidad, todos deben cambiar de actitud, ceder para alcanzar consensos básicos, no desgastar energía en defender celosamente pequeñas parcelas de poder, actuar con generosidad y alentar el relevo de ideas y de generaciones.
En otras palabras, si se refuerza el actual modelo organizativo y no se modifican las reglas del juego y subsecuentemente la convivencia interna, se inaugurará un periodo de fragmentación y confrontación interna, con lo cual se dilapidará el apoyo ciudadano recibido en la reciente elección. En definitiva, los partidos que no alteren su ruta se dirigen a una presencia testimonial, si no es que a su extinción. 

Un motivo medular para que López Obrador sugiera la vía de un nuevo partido es que no quiere depender de registros ajenos cuando cuenta con fuerza propia. El caudal de votos que recibió en 2012 tuvo un efecto de arrastre que provocó que muchos candidatos que no se adscriben hoy sean legisladores, gobernadores o presidentes municipales. Entretanto, la mayor parte de las personas que AMLO propuso fueron relegados de las candidaturas de los tres partidos. El resultado fue la sobre representación de los grupos que controlaron las negociaciones desde la cúpula de los aparatos partidistas en detrimento de los perfiles emanados del movimiento y de la sociedad civil. 

Este diagnóstico conduciría a una conclusión obvia: en la casa del sol azteca no caben todos y por lo tanto Morena tiene que construir su propia morada y ser un partido político.

Pero por otro lado hay que advertir que el anuncio de  la “separación en buenos términos” de López Obrador no ha provocado hasta ahora una desbandada ni una escisión significativa. Hay que tomar en cuenta que muchos obradoristas tienen arraigo, trabajo político e historia en alguno de los tres partidos que integran el Movimiento Progresista. Por más que refrenden su apoyo al ex candidato presidencial, seguirán militando en sus mismas trincheras. Esta proclividad se expresa en el PRD, especialmente en las entidades en que es o será gobierno. A pesar de todo, este partido aún cuenta con una importante carga histórica en la que muchos se identifican. Tampoco es que se respire en el núcleo duro de las bases del movimiento un ambiente de entusiasmo por asumir una figura institucional que ha sido centro de sus críticas.

Un aspecto que debe tomarse en cuenta además, son las elecciones de 2013 y sobre todo las de 2015. Para ganarle al PRI en 2018 es necesario acumular la fuerza necesaria para modificar la correlación de fuerzas, lo que requiere una estrategia que permita ir ganando uno a uno los municipios y distritos locales. En el ámbito más próximo a los ciudadanos, la izquierda tiene que demostrar que gobierna al servicio de las mayorías y con honestidad. En las elecciones que tendrán lugar en 14 estados en 2013, Morena no podría participar debido a que su registro aún estaría en trámite.

El problema mayor serían las elecciones intermedias. Por más que prevaleciera un ánimo unitario, la legislación electoral establece que todos los partidos que contienden por primera vez no pueden ir coaligados. Esto quiere decir que Morena estaría disputando los votos con sus otrora aliados del PRD, PT y Movimiento Ciudadano. Con el voto dividido se perderían muchas localidades, poniendo en riesgo incluso bastiones como la Ciudad de México, en donde Peña Nieto tiene puestas sus miras.

Se han enunciado los párrafos anteriores para llegar a la conclusión de que todo cambio conlleva riesgos pero también oportunidades. El mayor es que la izquierda se vuelva su peor enemiga y entre en un proceso de desencuentros y pugnas intestinas, mientras el país reclama una oposición fuerte y cohesionada. La oportunidad coyuntural es replantear abruptamente la oferta de la izquierda y el modo en que ésta se articula.

Una vía poco explorada que podría constituir la síntesis o bien la superación a la aparente dicotomía partido-movimiento, es constituir un partido-frente en el que todos quepan y estén representados en su justa dimensión. De este modo, Morena podría aspirar en condiciones simétricas a espacios de representación popular y tendría acceso a recursos para desarrollar sus actividades, sin perder su calidad de movimiento y su carácter popular. Los partidos, en especial el PRD, tendrán que reformularse y anteponer de una vez por todas su vocación de transformación social, reconociendo que el obradorismo  es un activo indispensable para encarar los desafíos que se avecinan, y que el modelo de grupos y facciones ya caducó. De no darse tal renovación, el sol azteca entrará en su fase de ocaso.

¿Partido en movimiento  o movimiento partido? Al tiempo.

Izquierda: Un modelo para armar



 
Alejandro Encinas Nájera

Al fin llegó la hora. Tras semanas de espera inquietante, Andrés Manuel López Obrador anunció la salida al conflicto poselectoral. Con ciertos paralelismos al 88 cardenista, su propuesta es que el Movimiento Regeneración Nacional se vuelva un partido político. Entre quienes se congregaron en el Zócalo las reacciones fueron de lo más diversas. Hubo quien festejó la decisión a sabiendas de que ahora el tabasqueño tendrá su propio espacio electoral y podrá prescindir de quienes fueron sus aliados y/o rivales internos en los últimos años. Otros se mostraron insatisfechos ante una ruta que les parece equivocada en tanto avala tácitamente el actual sistema de partidos. Algunos más preferirían que Morena siguiera siendo un movimiento para que no pierda su sentido de lucha social y capacidad de convocatoria amplia. Y otros se postraron en el templete con la cara fúnebre de quien presagia que su partido se desfondará al grado de poner en riesgo su registro. 

Hecho irrebatible es que la decisión sacudió y convulsionó a la izquierda partidista y traerá como consecuencia un nuevo arreglo y reacomodo en el bloque progresista. Tendrán que haber nuevas reglas y nuevos pactos. Para el PRD la partidización de Morena es un inmenso desafío que lo obliga a reinventarse. Habrá que ver también si el PT y Movimiento Ciudadano (los cuales hasta ofertaron su registro y se llevaron un desaire ante la respuesta negativa) mantienen su lealtad a López Obrador o si buscarán en otro lado oxígeno para sobrevivir.  

Lo cierto es que con este reajuste se abre un escenario propicio para reconstruir el techo común en el que las fuerzas progresistas cohabitan. Hay que resaltar los aspectos positivos de un nuevo competidor al interior del bloque progresista, pues anima a los partidos que lo integran a mejorar su oferta. Bajo este nuevo escenario, quien opte por la salida mediocre del colaboracionismo y la rendición a los pies de Enrique Peña Nieto, seguramente pasará inadvertido para la historia, tal como ocurrió con Aguilar Talamantes y los partidos de “izquierda” satelitales al PRI, cuya función era conferir legitimidad democrática a un régimen de partido hegemónico a cambio de prebendas y dádivas para sus dirigentes.  

Experiencias previas demuestran que para que la izquierda mexicana consolide lo hasta aquí logrado ­–que no es poca cosa– es menester anteponer lo que nos une sobre lo que nos divide. Para ello es indispensable un cambio radical de actitud por parte de todos los actores políticos de este polo ideológico. En lo personal, no veo a un López Obrador abonando en la división. Por el contrario, creo que su papel deberá ser fortalecer la unidad e institucionalidad del bloque progresista, siempre estando consciente de que los hombres, por razones naturales, son finitos, en tanto que las organizaciones son mucho más duraderas en el tiempo y las ideas perdurables.

Ahora que la izquierda es nuevamente un modelo para armar, mucho se ha debatido ­y se debatirá en los meses venideros­­ en torno a propuestas como los partidos-frente, partidos-movimiento, o a emular la vía uruguaya, la boliviana, entre otras. Sin embargo, la discusión se ha quedado en lo somero y poco se ha ahondado en el análisis y en responder qué implicaría optar por una de tales alternativas.

En busca de salidas a esta encrucijada, la Fundación Friedrich Ebert, las Juventudes de la Internacional Socialista (IUSY) y la Secretaría de Asuntos Juveniles del PRD, convocamos a un foro los días 10 y 11 de septiembre en la Ciudad de México, en el cual tuvimos la oportunidad de intercambiar perspectivas y conocer de viva voz la experiencia de compañeros del progresismo chileno, argentino y uruguayo.

Son muy interesantes y en este contexto especialmente oportunos los casos del Frente Amplio uruguayo y del Movimiento Progresista chileno. Se trata de experiencias que por caminos opuestos llegaron a puertos exitosos. El estudio de sus aciertos y equivocaciones aporta valiosas herramientas rumbo a las decisiones que las izquierdas mexicanas se aprestan a tomar.

En cuanto al Movimiento Progresista chileno, hay que señalar que es producto de una escisión de la otrora renombrada Concertación, la cual en sus mejores años fue el instrumento mediante el cual izquierdas y derechas con vocación democrática se aliaron para transitar de la dictadura a la democracia. Con el paso del tiempo y el agotamiento de dicho modelo de convivencia, las diferencias en su seno se acrecentaron al punto de que la unidad era insostenible. Fue entonces que el grupo encabezado por Marco Enríquez-Ominami decidió escindirse del Partido Socialista. El joven de 36 años lanzó su candidatura en las elecciones presidenciales del 2009, destacando inmediatamente por sus propuestas originales y por una comunicación  política que rompió esquemas y convencionalismos. De este modo, logró acumular el 20% de la votación total, algo inusitado para un competidor recién estrenado.

La ventaja de esta experiencia es que la apertura de un nuevo espacio dio cabida a un nuevo vocabulario político que despertó la imaginación y expectativa de amplias franjas de la sociedad chilena. Asimismo, permitió oxigenar a un sector del progresismo que ya no se sentía identificado con los acuerdos y cesiones de los partidos tradicionales de la izquierda no sólo con la democracia cristiana, sino incluso con franjas más extremistas de la derecha. Su bandera fue la de la renovación generacional, mediante la cual ofreció una vinculación más estrecha con la ciudadanía.

La desventaja de este partido estriba en que con esta escisión la izquierda fue dividida a los comicios, postulando dos candidatos a la Presidencia. La Concertación postuló a Eduardo Frei, un candidato proveniente de las filas demócrata-cristianas, cuyas posibilidades de ganarle al ahora presidente reaccionario Sebastián Piñera eran prácticamente nulas. Además, hasta el momento el Movimiento Progresista en Chile depende por completo de la reputación de su líder carismático; la organización y su suerte electoral están íntimamente supeditados al futuro de Enríquez-Ominami.

El Frente Amplio de Uruguay representa un modelo contrario al rupturista. Iniciado en 1971, es resultado del proceso histórico de aglutinamiento de prácticamente todas las agrupaciones políticas de la izquierda de aquella nación. En sus primeros años su unidad fue determinante para hacer frente a la dictadura desde la proscripción.

Hay que aclarar que no se trata de un partido-frente, sino de un frente de partidos, movimientos y agrupaciones ciudadanas, que ha madurado al grado de tener una fuerte institucionalización y una vida orgánica propia que rebasa a los grupos y partidos que lo integran. En 2004, tal unidad llevó a la izquierda a la Presidencia de la mano de Tabaré Vázquez, posteriormente ratificada con el ex guerrillero tupamaro, José Mujica. Para garantizar la sana convivencia de una organización de equilibrios tan delicados, establecieron una regla democrática elemental: todas las decisiones se tendrán que generar a partir del consenso y el respeto recíproco de la pluralidad ideológica. Esto quiere decir que todas las voces y expresiones, por minoritarias que sean, tienen que ser tomadas en cuenta y que no hay lugar para que las corrientes mayoritarias “agandallen” al resto.

El Frente está integrado por dos sectores: por un lado está la coalición, que es la unión de 32 sectores (partidos políticos), entre los cuales está el Partido Comunista, el Socialista, el Partido por la Victoria del Pueblo, Nuevo Espacio y el Movimiento de Participación Popular, de cuyas filas es el actual presidente de Uruguay.  Por el otro lado está el movimiento, en donde confluyen militantes de base y aquellos frenteamplistas que no necesariamente están identificados con un partido. El movimiento se construye de abajo hacia arriba. Su núcleo son los comités de base, cuyo trabajo es territorial y comienza desde los barrios, colonias y localidades. Esta ala del frente se caracteriza por formular propuestas para resolver las problemáticas más próximas de la ciudadanía.

Tanto el plenario nacional (órgano deliberativo), como la asignación de candidaturas, se dividen en un 50% para los sectores (partidos) y el 50% restante está reservado para las bases (movimiento). Si trasladáramos este esquema organizativo al caso mexicano, debería establecerse a priori (mas no de manera perpetua, sino acoplándose a los cambios en la correlación de fuerzas) el porcentaje de espacios que le correspondería a Morena y otras organizaciones  en su calidad de movimiento, y al PRD,PT,MC y demás siglas que se vayan sumando, en su calidad de partidos.

En Uruguay el Frente Amplio ha logrado edificar una institucionalidad capaz de garantizar la unidad desde la diversidad. Cada expresión tiene un elevado grado de autonomía relativa sin que esto conlleve a un archipiélago inconexo de grupúsculos. Por el contrario, han logrado desarrollar lazos fuertes entre la pluralidad que habita bajo el techo frenteamplista. Es éste su mayor logro: permear entre su militancia y simpatizantes una misma identidad. En efecto, se es frenteamplista antes que socialista, comunista o de algún otro sector. En el caso mexicano hasta ahora es al revés: se es de Nueva Izquierda, de IDN, “moreno”, “convergente”, etc. antes que del Movimiento Progresista.

Pero en el Frente Amplio no todo es “miel sobre hojuelas”. En primer lugar, la amplia pluralidad que alberga en su seno genera dificultades para llegar a consensos o aprobar resolutivos. Esto conduce muchas veces a la obsolescencia organizativa y obliga a postergar indefinidamente debates necesarios que polarizarían. Además, el déficit de eficiencia socava entre otras cosas la reacción inmediata. En segundo lugar, en ocasiones los partidos participan también en el ala del movimiento, es decir, juegan en dos pistas de un mismo frente para duplicar sus probabilidades de alcanzar un cargo de elección.

El problema mayúsculo para que la izquierda mexicana emule la experiencia frenteamplista, es que en aquel país se cuenta con una normatividad electoral a la carta, es decir, idónea para garantizar la continuidad de la cohesión del Frente. Se trata de la Ley de Lemas, la cual, dicho sea de paso, ni PRI ni PAN estarían dispuestos a aprobar, en primer lugar porque socava el control de las cúpulas partidistas, y, en segundo lugar, porque implicaría allanarle el camino de la unidad al progresismo. Sin embargo, vale la pena exponer en qué consiste tal esquema electoral:

La Ley de Lemas busca evitar divisiones dentro de los partidos o frentes reemplazando las elecciones internas por la participación de los llamados sublemas en las elecciones generales a las que está llamada toda la ciudadanía. Este sistema impide las imposiciones cupulares, la sobre representación de un grupo o los acuerdos antidemocráticos a espaldas de la sociedad. Como consecuencia de la eliminación de las elecciones internas o primarias, los conflictos partidarios no se resuelven dentro del partido, pues la decisión es trasladada (externalizada) al electorado de la siguiente manera:

1. Cada partido político o frente constituye un lema.
2. Todas las fracciones internas de ese partido o frente pueden presentarse a las elecciones generales con candidatos propios, los cuales constituyen los denominados sublemas.
3. El total de votos que se adjudica a cada partido o frente (lema) corresponde a la suma de los votos que hayan recibido todos los sublemas de ese partido o frente. Esto determina el número de cargos que obtiene ese lema.
4. La asignación de cargos (salvo que se dispute un sólo cargo como el Poder Ejecutivo nacional, estatal o municipal) se distribuye en forma proporcional a los votos obtenidos por los sublemas.[1]

Hay muchos otros ejemplos en el mundo sobre modelos de convivencia izquierdista cuya virtud radica en que logran garantizar la cohesión sin asfixiar la pluralidad; esto es, que logran acuerdos en lo general, aceptando que existen disensos en lo particular. Sin embargo, no hay modelo capaz de ser importado a México en automático. La realidad es mucho más terca y se sobrepone a los moldes teóricos. Si bien es fundamental conocer otras experiencias para inspirarse con sus aciertos y evitar sus equivocaciones, las izquierdas mexicanas deberán encontrar su propia ruta, su modelo para armar. Y lo tenemos que hacer pronto, porque la restauración priísta nos quiere divididos y no nos va  a estar esperando a que nos reorganicemos.





[1] Para mayor información consultar http://www.reforma-politica.com.ar/index.php?pagina=ART-13

El fallo fallido



Alejandro Encinas Nájera

La calificación de la elección presidencial por parte del Tribunal Electoral ha erigido un monumento a la impunidad que incluso opaca a la Estela de Luz. Como en 2006, se vuelve a comprobar que es más rentable violar la ley electoral que acatarla, puesto que el castigo (una multa, si acaso la hay) es mucho menor que el premio (la Presidencia). Enrique Peña Nieto tendrá que pagar 6 mil pesos de sanción por la millonada que se gastó en fabricar su candidatura desde los tiempos en que despachaba como gobernador del Estado de México. Ser nombrado próximo presidente por instituciones capturadas por los grupos que dominan en este país... ¿no tiene precio?

Con esta premisa, los jueces han enviado una invitación a futuros competidores a cometer ilícitos. La multa por hacerlo será vista como una inversión que puede pagarse a 12 meses sin intereses, una vez que administren las arcas públicas. Pero en ningún momento se resarce el daño de la conducta ilegal y mucho menos se les retirarán los cargos que con ilicitudes consiguieron.

Con este fallo, los magistrados le fallaron al 99% de los mexicanos, priístas, panistas, perredistas y apartidistas por igual.  Porque estos jueces han desechado todo, incluidas las condiciones de equidad, certeza, imparcialidad y transparencia para que se realice una contienda democrática. Y es que mientras le deban su cargo al 1% y a las cúpulas partidistas, y no a sus méritos profesionales y honestidad, no habrá justicia electoral.

Ya advertíamos que había que ser muy escépticos del desempeño de un tribunal filopriísta, y  que quien depositara sus expectativas en éste, nuevamente se llevaría un desaire. Lo que no anticipamos es el nivel de cinismo y de malabarismo leguleyo que pondrían en práctica. En el fallo de 2006, al menos señalaron que las ilicitudes cometidas, como la intervención del Vicente Fox en su calidad de titular del Ejecutivo o de algunas cúpulas empresariales que financiaron la guerra sucia, pusieron en riesgo la contienda... pero nomás tantito. A seis años de aquella pieza estridente, tan desafinada como inaudible, el Tribunal perfeccionó su cinismo, sentenciando un réquiem por la democracia.

Me imagino que los 100 millones de mexicanos presenciamos unos comicios diferentes a los que calificaron los jueces electorales. Desde su óptica, las elecciones se desarrollaron en condiciones diáfanas, cristalinas. Para el TEPJF el desempeño del PRI fue impoluto, perfecto, inmaculado. No es que las denuncias no fueran determinantes para el resultado electoral, como invocaron en 2006; es que la compra de voto, las tarjetas Soriana, el rebase de tope de gastos de campaña, el escándalo de Monex, la manipulación de las encuestas para alterar la percepción de los ciudadanos, la alianza con Televisa y el financiamiento ilícito, simple y llanamente no ocurrieron más que en las mentes esquizofrénicas del Movimiento Progresista. Es como si la maquinaria corporativa-autoritaria desapareciera repentinamente de la fas de la tierra. Para el máximo tribunal electoral, el PRI ni por un milímetro transgredió la ley. Es más, lo felicitaron por haber ganado en buena lid.

Hubieron causales reiterativas para desechar las denuncias. Señalaron que no se aportaron suficientes pruebas. –­Los indicios son insuficientes y aislados­–, –La prueba no se interpuso a tiempo– dijeron insistentemente. –Por lo tanto, la irregularidad no está demostrada– concluyeron. Enunciados de esta naturaleza colindan con el famoso “uy joven, no puedo hacer su trámite porque le faltó su cartilla de vacunación y el acta de matrimonio de sus abuelos”. Repitiéndolos reiteradamente y sin mayor diligencia, Enrique Peña Nieto fue ungido por el TEPJF.

Por lo anterior es pertinente preguntarse: ¿Es éste un tribunal constitucional? Sus obligaciones son tutelar el voto y garantizar la vigencia de los preceptos constitucionales. Esto quiere decir que las elecciones no son litigios entre privados; son temas de interés público y como tales tienen que ser resueltos. Pero en vez de ello, el Tribunal se dedicó a desechar una por una las denuncias del Movimiento Progresista. La negligencia estriba en que no evaluaron el impacto que todas las irregularidades en su conjunto ejercieron durante el proceso electoral. El dictamen se elaboró a partir de la focalización del análisis, entendido como la resolución caso por caso y el aislamiento sistemático de las irregularidades. En ningún momento los magistrados tuvieron la iniciativa de ver una evidente concatenación entre los distintos elementos que calificaron. Deliberadamente desconocieron estos ilícitos como componentes de una totalidad coherente y coordinada.

El TEPJF se dedicó a regañar a AMLO y a sus abogados, incluso llegó a mofarse de las pruebas que presentaron. Incurrieron en una omisión grave: si el recurso que se presentó como denuncia no presentó elementos de prueba para acreditar la acusación, el TEPJF puede actuar de oficio. Tal carencia no es causal para desechar la irregularidad.

Más allá del regaño y las mofas al Movimiento Progresista, eludieron responder a los mexicanos una pregunta elemental e indispensable. Desecharon una por una las impugnaciones, pero nunca dijeron si hubo elecciones libres, auténticas, tal como su responsabilidad de Tribunal Constitucional les emplazaba. El fallo optó por eludir la máxima certidumbre y transparencia. En vez de criterios garantistas, eligió una estrategia letrista para convalidar los resultados electorales.


Y la democracia es perfecta. Y aquí nada pasó.