miércoles, 25 de abril de 2012

Legalidad electoral: ¿Triunfo de la impunidad?

Alejandro Encinas Nájera La democracia mexicana es una de las más caras en el mundo. Sus altos costos económicos y el enorme esfuerzo humano que ha reclamado, son consecuencia de años y años de desconfianza ciudadana en la organización de las elecciones. Es comprensible: nuestro pasado ha estado repleto de fraudes electorales. Hay que recordar que las elecciones hasta hace poco tiempo no eran más que formalismos, meros rituales a los que se asistía con ganadores y perdedores previamente determinados, y en los que el voto tan sólo era un accesorio decorativo. La celebración periódica y puntual de los comicios dotaba al régimen autoritario priísta de dinamismo y movilidad. Los grupos políticos dentro del partido oficial que no estaban en el poder, sabían que si mantenían la disciplina, seguían las reglas no escritas y obedecían la línea jerárquica, eventualmente serían premiados a través del mecanismo autoritario de la rotación de élites, el cual estaba empatado con el calendario electoral. A esa función estaban confinadas las elecciones en el país. Transitar de un sistema no competitivo de partido hegemónico, a uno plural y competitivo, requirió diseñar un modelo electoral que posibilitara contiendas equitativas. Para ello, a través de sucesivas reformas se fue dando forma a un entramado institucional, cuya finalidad sería garantizar la independencia, imparcialidad y no injerencia de los poderes públicos y privados en la organización y calificación de las elecciones. La desconfianza es uno de los elementos que generan mayores costos en una democracia. Para mitigarla, se buscó blindar minuciosamente cada etapa de la elección. De principio a fin, el Sistema Electoral Mexicano se sustenta en la suspicacia: credencial para votar con fotografía, revisión exhaustiva del padrón de electores, boletas infalsificables, capacitación de un ejército de funcionarios de casillas, conteos rápidos, PREP, conteos distritales, mantenimiento permanente de una amplia burocracia; todo esto se financia con recursos públicos que bien valdría la pena erogar si efectivamente se erradicara la desconfianza. Debido a los enormes esfuerzos, a las décadas de lucha por el reconocimiento de la pluralidad política y el derecho a disentir, y a los capitales invertidos en cimentar la democracia en el país, lo menos que se le puede pedir a las autoridades electorales es que estén a la altura de sus responsabilidades. En 2006 no lo estuvieron. La consecuencia es que gracias a la irresponsabilidad de los titulares del Instituto Federal Electoral (IFE) y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), la incipiente confianza que la ciudadanía había depositado en los procesos electorales fue socavada. Seis años han pasado de aquellas elecciones que constituyeron un parteaguas en la historia política nacional y que abrieron una honda herida en el tejido de la sociedad mexicana que aún no ha logrado cicatrizar por completo. Ahora el país se encuentra inmerso en el proceso electoral del 2012. Podemos anticipar que más de 40 millones de mexicanos acudirán al llamado de las urnas. Si bien la disputa se centra en la Presidencia de la República, también están en juego 128 senadurías, 500 diputaciones federales, la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal, las gubernaturas de Tabasco, Chiapas, Guanajuato, Yucatán, Jalisco y Morelos, más de 500 ayuntamientos, 16 jefaturas delegacionales y más de 360 diputaciones locales. Para los comicios se instalarán alrededor de 130 mil casillas, a cargo de más de 900 mil ciudadanos. También participarán miles de representantes de cada uno de los partidos políticos, así como observadores nacionales e internacionales que supervisarán la limpieza de estos comicios relevantes. En suma, asistimos a unas elecciones multitudinarias, complejas, determinantes, que posiblemente tendrán un elevado nivel de competitividad y que no estarán exentas de conductas ilegales y antidemocráticas por parte de diversos actores involucrados. Sin embargo, el entramado normativo e institucional dentro del cual se realizaron las controvertidas elecciones del 2006, permanece casi intacto. Si bien la última reforma electoral, consecuencia de tal proceso, tuvo aportaciones importantes –como impedir la contratación de tiempo en los medios de comunicación a los partidos políticos–, también conllevó a severos retrocesos, como los candados a las coaliciones o la reducción de los tiempos de campaña –factor que beneficia al candidato con mayor influencia mediática. Aunque por fortuna la era de Luis Carlos Ugalde en el IFE ha quedado en un pasado ominoso, la mayoría de los titulares del IFE y del TEPJF aún adolecen del mismo vicio de origen que sus antecesores: deben su cargo a algún grupo político, no a sus méritos y capacidades. Por todo lo anterior, lo más preocupante de cara a las elecciones de 2012 es que de manera dolosa, en el Sistema Electoral Mexicano prevalecen averías y flancos vulnerables que, bajo el contexto desfavorable que se aproxima, podrían abonar en el descrédito ciudadano a la vía democrática. La conjugación de los factores hasta aquí mencionados ha asegurado la permanencia de la principal perversión en el Sistema Electoral Mexicano: resulta más rentable violar las leyes que acatarlas, puesto que el castigo por no cumplirlas es mucho menor que el premio. Por ejemplo, en las elecciones de 2006, a pesar de que los magistrados que calificaron las elecciones reconocieron violaciones flagrantes a la ley (como la injerencia del entonces presidente Vicente Fox o la campaña sucia contra López Obrador auspiciada por algunas cúpulas empresariales), avalaron el triunfo del grupo que las cometió. Hace seis años, el fallo del TEPJF fue una invitación a los futuros competidores a transgredir las leyes. En este argumento coincidieron analistas como Julio Scherer Ibarra y Miguel Ángel Granados Chapa. El primero de ellos consideró que el mensaje que envió el Tribunal es que los partidos pueden cometer abuso en los gastos de campaña, porque si ganan las elecciones, lo único que podrá suceder es que la autoridad administrativa (IFE) los sancione, en el entendido de que dicha sanción será exclusivamente de naturaleza económica, pero el abuso en el gasto de campaña no implica perder aquello que ganó con ilicitudes. Y completa: al reconocer la ilicitud, para después minimizarla, establece un grave precedente imposible de soslayar: que violar la ley no tiene consecuencias en tanto no se puedan medir los efectos del delito. De tal modo, las ilegalidades pueden ser convalidadas. En el mismo sentido, para Granados Chapa, a través de sentencia del Tribunal del 2006, se confirmó la cínica tesis de que violar la ley es buen negocio, pues aún considerando el monto de la sanción (cuando la hay), es mayor la ganancia que se obtiene. De tal modo, la infracción se justifica. El mensaje de Tribunal fue: viola la ley con medida y con cuidado, con sigilo de preferencia y, sin riesgo, alcanzarás tus propósitos. Siguiendo el ejemplo de Eruviel Ávila en tiempos de campaña en el Estado de México, Enrique Peña Nieto ha captado la invitación del Tribunal al pie de la letra. En cuestión de horas retacó las calles y carreteras de todo el país con propaganda y costosos anuncios espectaculares. Al paso que va, dentro de unos pocos días estará rebasando los topes de gasto de campaña. Y eso que esto apenas va empezando. Lo que estuvo en el fondo de las elecciones del 2006 no es un asunto menor. El Tribunal premió a quien transgredió la ley, castigando así a quien la cumplió. Esto trajo como resultado el triunfo de la impunidad. Para el catedrático Agustín Basave, la corrupción se generaliza cuando es funcional. Ello ocurre cuando es mayor el beneficio que el costo de la deshonestidad. Es, por desgracia, nuestro caso. Por lo tanto, en 2012, el gran desafío de las instituciones encargadas de poner en marcha los procesos electorales es crear las condiciones objetivas que hagan inconveniente y contraproducente el acto ilícito. El emplazamiento a los partidos para que cumplan con la opción afirmativa de género, ha sido un buen punto de partida. La ley electoral no es sugerencia, carta de buenas intenciones o manual de buenos modales. Tiene que cumplirse por todos los competidores. En conclusión, en tanto no se remedie la perversión de los incentivos para cumplir con la ley, y no se impongan castigos ejemplares y se sancionen a los responsables de las ilicitudes, los competidores racionales, al elaborar un cálculo (medios-fines) no van a encontrar razones suficientes para apegar sus acciones al marco normativo.

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