jueves, 26 de julio de 2012

De la transición a la tranzación

Alejandro Encinas Nájera Se solía suponer con entusiasmo de sobra, que la transición de un régimen autoritario a uno democrático consistía en un periodo temporal y pasajero, un proceso de carácter lineal, ascendente y acumulativo. La ruta estaba previamente trazada y el destino a puerto seguro era inevitable. Más tarde, politólogos como Guillermo O´Donnell, jugaron el papel de apagafiestas, al advertir que muchos de los países que estaban inmersos en transiciones no lograron alcanzar la consolidación y revirtieron en nuevas formas de autoritarismo. Otros tantos permanecieron en un área gris, intermedia, empantanados como ahora lo está México. Si alguna lección dejó la llamada tercera ola de transiciones, es que ninguna sociedad puede considerar que la vigencia de su democracia está asegurada. De eso estaba consciente el presidente Raúl Alfonsín en la Argentina de la posdictadura. Mirando a su alrededor –a la clase política, el Ejército, el clero, los grupos dirigentes y en general a la sociedad– llegó a la conclusión elemental de que para edificar una democracia se requieren demócratas. Dicha reflexión embona a la perfección en el México actual. El legado autoritario persiste a través de la cultura y el comportamiento político cotidiano, al tiempo que las instituciones democráticas apenas están dando sus primeros pasos y precisan de compromiso democrático, un recurso a lo sumo escaso entre la vieja guardia. Las nuevas instituciones aún están habitadas por personajes del viejo régimen que, cómodamente instalados, no tienen la menor intención de mudarse y ni siquiera de cambiar de muebles. ¿Y qué hay de la nueva guardia? El hecho de que las canas se tiñan de color castaño, la calvicie se subsane con injertos milagrosos, y las corbatas den paso a camisas con sólo tres botones abrochados, no implica un cambio cultural. Si acaso existe alguna diferencia entre el nuevo PRI y su old school, es que los nuevos inquilinos han desterrado el recurso retórico nacionalista, y en vez de organizar sus cónclaves en Acapulco o en Palacio Nacional, prefieren un yate en Miami. Pero más allá de la forma (que tampoco es que haya cambiado mucho), en el fondo hay una inquietante continuidad, una identidad intergeneracional. Nuestra democracia sufre desnutrición de compromiso e indigestión de agravios. En vez de vivir la plenitud de una transición, padecemos los pesares de una tranzación. Nos dieron gato por liebre. Cambiando todo para que todo siga igual, arribamos al régimen gatopardo. Los apologistas de nuestra transición –empecinados en refutar cualquier mancha que ose demeritar su pulcritud– creen que la democracia es una cuestión meramente técnico-administrativa; –Que los votos se cuentan y se cuentan bien– sostienen desde un restrictivo enfoque de aritmética pura. Se niegan a reconocer que una problemática mayúscula en las democracias contemporáneas es que aunque los votos se cuentan (en eso sí que se ha avanzado mucho), los intereses se pesan. Esto es, si bien el voto que Emilio Azcárraga depositó en la urna tiene el mismo valor que el de un ciudadano desposeído, evidentemente sus intereses no tienen el mismo peso a la hora de tomar las definiciones políticas cruciales. Si algún observador quisiera analizar el impacto que el dinero ejerce en un sistema democrático, inevitablemente tendría que acudir al caso mexicano, pues le aportaría abundante información. El estudioso tendría que preguntarse: ¿De dónde sale tanto dinero para el proselitismo en un país con tanta desigualdad en el que la construcción de una escuela rural queda suspendida por falta de recursos? ¿De qué modo se relaciona la cantidad de dinero que cada candidato gasta, con la cantidad de votos que obtiene? Seguramente llegaría a conclusiones muy interesantes. Para dotarlas de mayor rigor, su vocación metodológica le obligaría a realizar una prueba contrafactual: ¿Hubiera resultado ganador Peña Nieto en ausencia del dinero? Si no hubiera recibido el apoyo de Televisa, ¿qué hubiera pasado? Esto lo han captado estupendamente los ciudadanos que en las últimas semanas se han movilizado para denunciar que la nuestra es una democracia de fachada, cosmética. Saben que debido a su capacidad para corromper una elección, la oligarquía de los medios de comunicación aliada con las oligarquías económicas y financieras, constituye una grave amenaza. Imputan que los billetes –o en su defecto, los monederos electrónicos– quebrantan las boletas. Rechazan argumentos cínicos y leguleyos del tipo “como el lavado de dinero en una campaña y su financiación a través de fuentes de procedencia ilícita no están tipificados en la ley como causales para invalidar una elección, no hay nada que se pueda hacer...” De lo que se desprende “así que mejor váyase a su casa y encienda el televisor, deje que nosotros los expertos, los opinadores de todo especialistas de nada, pensemos y decidamos por usted”. Pero el viejo PRI, el nuevo PRI, el PRI de siempre ahora se topó con una muralla. Podrán seguir empleando su jerga solemne, sus ademanes corporales en tribuna (mezcla de Nixon con López Mateos), sus ritos y alabanzas al poder; querrán cooptar, desarticular o reprimir cuando lo demás no les funcione; intentarán mayoritear, imponer hasta revertir nuestra transición; invocarán discursivamente a la democracia mientras andan por el camino de la tranzación. Sin duda, la democracia en México se encuentra entrampada. Pero hoy, a diferencia de ayer, hay ciudadanos y hay una oposición fuerte.

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