Alejandro Encinas Nájera
Nuestra corta y acaso efímera historia en democracia
constata que andar por buen camino no asegura que se arribe al destino deseado,
ni mucho menos que las sociedades que eligieron la vía democrática adquieren
inmunidad ante una involución autoritaria.
Si aceptamos que no vivimos en una democracia plena,
falta aclarar en qué contexto nos encontramos. Entre lo antiguo que aún no
muere y lo nuevo que está por nacer, existe un intervalo que es oportuno
comenzar a pensarlo ya no simplemente como una forma institucional híbrida y
transitoria, sino como la conformación de un tipo específico de régimen que
puede prolongarse por un largo periodo. El problema que la ciencia política
debe enfrentar en la actualidad, es que en tanto ha emergido una extensa
literatura concerniente a las causas y consecuencias de los procesos de
democratización, la investigación que se ha emprendido acerca de la emergencia
o persistencia de regímenes no democráticos es escasa.
Democracia restrictiva, incompleta, selectiva,
pseudo, de fachada, delegativa, degradada: con el afán de alcanzar la precisión
conceptual, las investigaciones se han visto obligadas a adjetivar la
democracia, haciendo patente su estado inacabado. En respuesta a este vacío
conceptual, los politólogos Steven Levitsky y Lucan Way, el primero de Harvard
y el segundo de la Universidad de Toronto, lanzaron una controversia a sus
colegas, al proponer que sería más adecuado hablar de formas atenuadas o
reducidas de autoritarismo que seguir inventando adjetivos para la democracia.
Tras plantear esta idea, se encargaron de elaborar un
concepto que a la luz de lo ocurrido en México en los últimos tiempos resulta
sugerente analizar para categorizar y comprender el régimen que se ha
configurado tras el paso de la alternancia: el autoritarismo competitivo.
En el régimen de autoritarismo competitivo, las instituciones formales de la democracia
están ampliamente aceptadas como el
medio para obtener y ejercer la autoridad política. Sin embargo, quienes
detentan cargos públicos violan tan frecuentemente esas reglas, que el régimen
no alcanza a cubrir los estándares mínimos para ser considerado democrático.
La violación a estos criterios es tan frecuente y tan
severa que aunque la disputa entre gobierno y oposición es competitiva, se
desarrolla bajo condiciones inequitativas
que favorecen al partido en el gobierno. A pesar de que las elecciones
se celebran regularmente y por lo general están exentas de un fraude masivo,
los gobernantes suelen abusar de los recursos estatales y desviarlos a favor de
su candidato. A la oposición se le niega una adecuada cobertura en los medios
de comunicación; los candidatos opositores y sus simpatizantes son intimidados
y en algunos casos hay manipulación de los resultados electorales. Los
periodistas, la oposición política y los críticos del gobierno son acosados, espiados
o arrestados. Los regímenes caracterizados por estos abusos, en palabras de
Levitsky y Way no pueden ser llamados democráticos.
A pesar de que los gobernantes en el autoritarismo
competitivo pueden manipular rutinariamente las reglas democráticas, son
incapaces de eliminarlas o reducirlas a una mera fachada. En vez de violar
abiertamente las reglas del juego, es más común el uso de formas más sutiles y
encubiertas, como el soborno, la cooptación, la persecución selectiva por medio
de auditorias fiscales, la supeditación de los jueces a la voluntad del
ejecutivo, y el uso faccioso de otras agencias estatales para “legalmente”
intimidar, perseguir y forzar a los críticos del gobierno a asumir una conducta
cooperativa. Sin embargo, la persistencia de instituciones democráticas crea
una arena en la cual las fuerzas de oposición pueden lanzar desafíos
relevantes. Como resultado, aún cuando las instituciones democráticas están
dañadas, los gobernantes deben tomar en serio a sus oponentes.
En este tipo de régimen existen cuatro arenas de
disputa que permiten que las fuerzas de oposición reten, debiliten y
eventualmente venzan a los gobernantes autocráticos.
La primera de ellas es la arena electoral. Para
Levitsky y Way, a pesar de que los procesos electorales se caracterizan por una
larga serie de abusos por parte del poder estatal, por el sesgo negativo con el
que los medios de comunicación informan sobre las actividades de la oposición,
por la intimidación a los candidatos oponentes y a sus simpatizantes, y sobre
todo por una escasa transparencia, las elecciones se celebran con regularidad,
de manera competitiva y por lo general libres de un fraude electoral masivo. En
muchos casos, la presencia de observadores internacionales y la existencia de
conteo de votos paralelos, disuaden las intenciones de los gobernantes de
cometer un fraude. Como resultado, las elecciones generan un monto considerable
de incertidumbre sobre los ganadores y los perdedores.
La segunda arena es el Poder Legislativo, el cual en este
tipo de régimen suele ser débil frente al Ejecutivo, pero ocasionalmente se
convierte en foco estratégico de actividad opositora. Esto es particularmente
usual en casos en que el Ejecutivo carece de una fuerte mayoría en el Congreso.
Como ejemplo, la oposición puede bloquear las iniciativas de reforma del
presidente, tal como sucederá a lo largo del próximo gobierno.
La tercera arena es la judicial. Aunque los jueces
estén por lo general subordinados al Poder Ejecutivo a través de vías sutiles
como el soborno, la extorsión y la cooptación, la combinación entre la
independencia formal y el control incompleto del aparato por parte del
Ejecutivo, pueden dar un margen de maniobra a jueces no alineados. A pesar de
que los gobernantes pueden castigar a los jueces que fallaron en contra de
ellos, estos actos pueden traerles costos importantes en términos de
legitimidad interna e internacional.
En el autoritarismo competitivo los medios no son controlados por el gobierno. Tampoco
están bajo el acecho de un alto grado de censura y/o de represión sistemática.
Es más, los medios independientes no sólo son legales, sino también
influyentes. Los periodistas pese a que con frecuencia son amenazados, pueden
llegar a emerger como figuras de oposición destacadas. Los medios
independientes pueden jugar el papel de críticos vigilantes que a través de la
investigación expongan los abusos del gobierno. Los titulares del Ejecutivo que
busquen suprimir a los medios independientes, usarán mecanismos sutiles de
represión. Estos métodos incluyen el soborno, la asignación selectiva de la
publicidad gubernamental, la manipulación de la deuda y los impuestos de los
consorcios mediáticos, y la promoción de un marco legal restrictivo que
facilite la persecución de los periodistas opositores. El gobierno también hará extensivo el uso de
la difamación como forma de intimidar o perseguir a un medio independiente bajo
una fachada legalista.
Desconozco si estos dos politólogos angloparlantes coincidirían
en que el México de nuestros días puede clasificarse como un autoritarismo
competitivo. De hecho, su artículo fue publicado en 2002, cuando las
expectativas de nuestro bono democrático eran elevadas y las voces críticas marginales. Pese a que
no conocieron nuestro caso cuando lanzaron esta controversia a los estudios
convencionales, ¿acaso no son demasiados los paralelismos entre su teoría y la
narrativa mexicana contemporánea? Es pregunta.
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