Alejandro Encinas Nájera
La oposición política y el periodismo independiente
y crítico son pilares indispensables para mantener en pie las libertades de una
sociedad. En su ausencia, se erigen gobiernos que al carecer de contrapesos y
vigilancia, tienen la vía libre para actuar de manera arbitraria y abusiva.
Hay quienes denigran el papel de la oposición con
argumentos tales como “entorpecen la toma de decisiones”, “generan división y
encono entre los mexicanos”, “son culpables de la parálisis institucional” y,
mi favorita, “están en contra de todo y a favor de nada”. Tras pintar una
realidad caótica e ingobernable, la operación discursiva prosigue describiendo
una romántica unidad nacional –todos
somos mexicanos, nos une el amor por nuestra Patria–.
De manera intencional o ingenua, los detractores de
la oposición olvidan que todo poder tiende a ser abusivo, y que por lo tanto la
verdadera libertad sólo puede provenir del equilibrio entre poderes. Ya lo afirmaba
Montesquieu: “¡Quién lo diría! La misma
virtud necesita límites. Para que no sea posible abusar del poder es necesario
que, gracias a la disposición de las cosas, el poder detenga al poder.”
Por estas razones la democracia no sólo reconoce
las diferencias inherentes a cada sociedad, sino que institucionaliza el
conflicto. Así se instaura la división en diversas esferas: Ejecutivo-Legislativo-Judicial;
distribución de competencias entre los distintos órdenes territoriales de
gobierno; oficialismo-oposición; Estado-sociedad; propiedad pública-propiedad
privada; el ámbito secular de la fe, y; discurso oficial-prensa independiente.
El derecho a disentir garantiza que todas las voces
sean respetadas y que nadie sea perseguido o peligre su integridad por expresar
sus ideas, críticas o preferencias políticas. Es sólo a través de oposición y
prensa auténticas como se garantiza su vigencia. Tras el discurso fetichista de
la unidad se esconde una predilección autocrática. En la antesala del eventual
retorno del PRI a la Presidencia, en el tablero político nacional hay diversas
piezas que colocan al disenso en jaque. Son anticipos que reflejan lo que probablemente
vendrá.
Atacar a uno para silenciar a todos
Las amenazas y la inminencia del peligro orillaron
a que hace un par de días Lydia Cacho tomara la grave decisión de salir del
país. Se trata de una periodista que en 2005 dio a conocer una red de
pornografía infantil que operaba al amparo de gobernadores y políticos como Mario
Marín, y que en 2010 publicó otro libro en el que sacaba a la luz nombres y
apellidos de personas relacionadas con la trata de mujeres y niñas.
Tal decisión dista de ser desproporcional. Un
reciente comunicado de Amnistía Internacional indica que “al menos 70
periodistas han sido asesinados desde el año 2000, y sigue sin conocerse el paradero
de otros 13 periodistas secuestrados. Quienes investigan o denuncian la
delincuencia y la corrupción están especialmente expuestos a ataques o
intimidación. En la gran mayoría de los casos, los responsables no comparecen
ante la justicia, lo que crea un clima de impunidad.”
A tal grado el periodismo se ha vuelto una
profesión de alto riesgo, que México tintinea con alerta roja en los radares de
organismos internacionales enfocados a defender la seguridad de los periodistas
y el derecho a la información, tales como Reporteros Sin Fronteras y Artículo
19.
Desconcierta la ausencia de una solidaridad
contundente y unificada por parte del gremio al que pertenece Lydia Cacho.
Salvo las honrosas excepciones de siempre, los demás, siguiendo el mal ejemplo
del mainstream televisivo, prefieren no voltear la mirada del
festín olímpico. Siquiera por un momento, ¿les resonará en sus oídos la famosa
frase atribuida a Bertolt Brecht en tiempos de la ocupación nazi?
Cuando un periodista es amenazado, no sólo está en
riesgo su vida; peligra también la libertad de expresión. En muchos casos, la
intimidación y su correlato necesario, la impunidad sistemática, no dejan otra
opción que la autocensura. Cuando la voz de un periodista es apagada, la
sociedad en su conjunto es acallada. “Después
vinieron por mí, y para ese momento ya no quedaba nadie que pudiera hablar por
mí.”
Las alternativas que el PRI ofrecerá a la oposición
Durante los tiempos de la hegemonía priísta, ser
oposición equivalía a estar proscrito y actuar desde la clandestinidad. A
quienes disentían en el universo laboral se les combatía a través de la
violencia, al tiempo que se instauró una relación corporativista que
garantizaba la lealtad de las cúpulas sindicales con el gobierno. En cuanto al
sistema de partidos, para mantener las apariencias de un régimen democrático,
el PRI auspició la creación de partidos satelitales o paraestatales, relegados
a fungir un papel testimonial y legitimador. En la mal llamada pax priísta, se instauró una regla no
escrita. Si la premisa para Porfirio Díaz era que sus amigos podían esperar justicia
y gracia y sus enemigos justicia a secas, el priísmo prolongaría esta lección
de poder: primero intentaría cooptar al disenso; ahí muchos claudicaban. Si
esta vía no funcionaba, entonces sí, recurrían a la represión. Y para
justificar la represión, hay que criminalizar el disenso.
Lo anterior viene a colación, por el último
comunicado de Soriana, empresa acusada de estar envuelta en la multitudinaria
compra de votos priísta. En inserción pagada en plana completa del diario Reforma, responsabilizan a dirigentes
del Movimiento Progresista de los daños físicos y materiales, luego de que en
la sucursal del municipio Guadalupe, Nuevo León, un grupo de desconocidos
lanzara una bomba molotov. Careciendo de sustento alguno para vincular tales
actos de violencia –totalmente reprobables– con López Obrador, la acusación no
es sino la prolongación de la guerra sucia para denostar a la oposición. La
operación es tan sencilla que colinda con el infantilismo: asaltaron una tienda
Soriana, la culpa es de López Obrador; las ventas han disminuido, acertaste...la
culpa es de López Obrador.
A lo largo de la historia, ha sido a través de esta
fórmula discursiva como se ha pretendido que la protesta pase a ser sinónimo de
delincuencia e incluso de terrorismo. Realizada tal conversión, se hace un
llamado a restaurar el orden y la legalidad, con lo cual se legitima el uso de
la fuerza pública en contra de los opositores.
Una azarosa anécdota que ilustra de maravilla los
esquemas cognitivos del PRI y de los grupos de interés dominantes en el país, la
ofrece el reciente desliz de Rafael Cardona, comentarista de Televisa. Al calor
del debate, dijo al aire que Jesús Zambrano formaba parte del “#YoSoy23deSeptiembre”,
confundiendo y combinando los nombres de una liga guerrillera de los años 70s
con un movimiento estudiantil contemporáneo que rechaza tajantemente la vía
armada y participa a través de los cauces legales y democráticos. Y es que para
ellos quienes disienten, independientemente de la vía, son lo mismo en tanto no
se suman al llamado de la unidad. Por lo tanto son adversarios, masiosares y extraños enemigos que no
quieren que el país progrese.
Para concluir
Lejos de ser hechos aislados y azarosos, la salida
forzada de Lydia Cacho del país y el comunicado difamador de Soriana reflejan
el estado del tiempo en el preludio del retorno del PRI a Los Pinos. Son
muestras preocupantes de los contratiempos que tendrán que sortear quienes
disienten del régimen. Los priístas se frotan las manos impacientes de que el
tribunal electoral ratifique los resultados para saldar cuentas con quienes
osaron burlarse de las pifias del ungido. Mientras tanto, con soberbia
desplegada en constantes amenazas, lanzan entre líneas la recomendación de que
la oposición no sea oposición y que la prensa libre sucumba a los deleites del chayote, o sea, que cooperen con la “unidad nacional”, porque no hay que
olvidar quién va a detentar el poder.
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