Alejandro
Encinas Nájera
Al fin llegó la hora. Tras semanas de espera inquietante,
Andrés Manuel López Obrador anunció la salida al conflicto poselectoral. Con
ciertos paralelismos al 88 cardenista, su propuesta es que el Movimiento
Regeneración Nacional se vuelva un partido político. Entre quienes se
congregaron en el Zócalo las reacciones fueron de lo más diversas. Hubo quien
festejó la decisión a sabiendas de que ahora el tabasqueño tendrá su propio
espacio electoral y podrá prescindir de quienes fueron sus aliados y/o rivales
internos en los últimos años. Otros se mostraron insatisfechos ante una ruta
que les parece equivocada en tanto avala tácitamente el actual sistema de
partidos. Algunos más preferirían que Morena siguiera siendo un movimiento para
que no pierda su sentido de lucha social y capacidad de convocatoria amplia. Y
otros se postraron en el templete con la cara fúnebre de quien presagia que su
partido se desfondará al grado de poner en riesgo su registro.
Hecho irrebatible es que la decisión sacudió y
convulsionó a la izquierda partidista y traerá como consecuencia un nuevo
arreglo y reacomodo en el bloque progresista. Tendrán que haber nuevas reglas y
nuevos pactos. Para el PRD la partidización de Morena es un inmenso desafío que
lo obliga a reinventarse. Habrá que ver también si el PT y Movimiento Ciudadano
(los cuales hasta ofertaron su registro y se llevaron un desaire ante la
respuesta negativa) mantienen su lealtad a López Obrador o si buscarán en otro
lado oxígeno para sobrevivir.
Lo cierto es que con este reajuste se abre un
escenario propicio para reconstruir el techo común en el que las fuerzas
progresistas cohabitan. Hay que resaltar los aspectos positivos de un nuevo
competidor al interior del bloque progresista, pues anima a los partidos que lo
integran a mejorar su oferta. Bajo este nuevo escenario, quien opte por la
salida mediocre del colaboracionismo y la rendición a los pies de Enrique Peña
Nieto, seguramente pasará inadvertido para la historia, tal como ocurrió con
Aguilar Talamantes y los partidos de “izquierda” satelitales al PRI, cuya
función era conferir legitimidad democrática a un régimen de partido hegemónico
a cambio de prebendas y dádivas para sus dirigentes.
Experiencias previas demuestran que para que la
izquierda mexicana consolide lo hasta aquí logrado –que no es poca cosa– es
menester anteponer lo que nos une sobre lo que nos divide. Para ello es
indispensable un cambio radical de actitud por parte de todos los actores
políticos de este polo ideológico. En lo personal, no veo a un López Obrador
abonando en la división. Por el contrario, creo que su papel deberá ser
fortalecer la unidad e institucionalidad del bloque progresista, siempre
estando consciente de que los hombres, por razones naturales, son finitos, en
tanto que las organizaciones son mucho más duraderas en el tiempo y las ideas
perdurables.
Ahora que la izquierda es nuevamente un modelo para
armar, mucho se ha debatido y se debatirá en los meses venideros en torno a
propuestas como los partidos-frente, partidos-movimiento, o a emular la vía
uruguaya, la boliviana, entre otras. Sin embargo, la discusión se ha quedado en
lo somero y poco se ha ahondado en el análisis y en responder qué implicaría
optar por una de tales alternativas.
En busca de salidas a esta encrucijada, la
Fundación Friedrich Ebert, las Juventudes de la Internacional Socialista (IUSY)
y la Secretaría de Asuntos Juveniles del PRD, convocamos a un foro los días 10
y 11 de septiembre en la Ciudad de México, en el cual tuvimos la oportunidad de
intercambiar perspectivas y conocer de viva voz la experiencia de compañeros
del progresismo chileno, argentino y uruguayo.
Son muy interesantes y en este contexto
especialmente oportunos los casos del Frente Amplio uruguayo y del Movimiento
Progresista chileno. Se trata de experiencias que por caminos opuestos llegaron
a puertos exitosos. El estudio de sus aciertos y equivocaciones aporta valiosas
herramientas rumbo a las decisiones que las izquierdas mexicanas se aprestan a
tomar.
En cuanto al Movimiento Progresista chileno, hay
que señalar que es producto de una escisión de la otrora renombrada
Concertación, la cual en sus mejores años fue el instrumento mediante el cual
izquierdas y derechas con vocación democrática se aliaron para transitar de la
dictadura a la democracia. Con el paso del tiempo y el agotamiento de dicho
modelo de convivencia, las diferencias en su seno se acrecentaron al punto de
que la unidad era insostenible. Fue entonces que el grupo encabezado por Marco
Enríquez-Ominami decidió escindirse del Partido Socialista. El joven de 36 años
lanzó su candidatura en las elecciones presidenciales del 2009, destacando inmediatamente
por sus propuestas originales y por una comunicación política que rompió esquemas y
convencionalismos. De este modo, logró acumular el 20% de la votación total,
algo inusitado para un competidor recién estrenado.
La ventaja de esta experiencia es que la apertura
de un nuevo espacio dio cabida a un nuevo vocabulario político que despertó la
imaginación y expectativa de amplias franjas de la sociedad chilena. Asimismo,
permitió oxigenar a un sector del progresismo que ya no se sentía identificado
con los acuerdos y cesiones de los partidos tradicionales de la izquierda no
sólo con la democracia cristiana, sino incluso con franjas más extremistas de
la derecha. Su bandera fue la de la renovación generacional, mediante la cual ofreció
una vinculación más estrecha con la ciudadanía.
La desventaja de este partido estriba en que con
esta escisión la izquierda fue dividida a los comicios, postulando dos
candidatos a la Presidencia. La Concertación postuló a Eduardo Frei, un
candidato proveniente de las filas demócrata-cristianas, cuyas posibilidades de
ganarle al ahora presidente reaccionario Sebastián Piñera eran prácticamente nulas.
Además, hasta el momento el Movimiento Progresista en Chile depende por
completo de la reputación de su líder carismático; la organización y su suerte
electoral están íntimamente supeditados al futuro de Enríquez-Ominami.
El Frente Amplio de Uruguay representa un modelo
contrario al rupturista. Iniciado en 1971, es resultado del proceso histórico
de aglutinamiento de prácticamente todas las agrupaciones políticas de la izquierda
de aquella nación. En sus primeros años su unidad fue determinante para hacer
frente a la dictadura desde la proscripción.
Hay que aclarar que no se trata de un
partido-frente, sino de un frente de partidos, movimientos y agrupaciones
ciudadanas, que ha madurado al grado de tener una fuerte institucionalización y
una vida orgánica propia que rebasa a los grupos y partidos que lo integran. En
2004, tal unidad llevó a la izquierda a la Presidencia de la mano de Tabaré
Vázquez, posteriormente ratificada con el ex guerrillero tupamaro, José Mujica.
Para garantizar la sana convivencia de una organización de equilibrios tan
delicados, establecieron una regla democrática elemental: todas las decisiones
se tendrán que generar a partir del consenso y el respeto recíproco de la
pluralidad ideológica. Esto quiere decir que todas las voces y expresiones, por
minoritarias que sean, tienen que ser tomadas en cuenta y que no hay lugar para
que las corrientes mayoritarias “agandallen” al resto.
El Frente está integrado por dos sectores: por un
lado está la coalición, que es la unión de 32 sectores (partidos políticos),
entre los cuales está el Partido Comunista, el Socialista, el Partido por la
Victoria del Pueblo, Nuevo Espacio y el Movimiento de Participación Popular, de
cuyas filas es el actual presidente de Uruguay.
Por el otro lado está el movimiento, en donde confluyen militantes de
base y aquellos frenteamplistas que no necesariamente están identificados con
un partido. El movimiento se construye de abajo hacia arriba. Su núcleo son los
comités de base, cuyo trabajo es territorial y comienza desde los barrios,
colonias y localidades. Esta ala del frente se caracteriza por formular propuestas
para resolver las problemáticas más próximas de la ciudadanía.
Tanto el plenario nacional (órgano deliberativo),
como la asignación de candidaturas, se dividen en un 50% para los sectores
(partidos) y el 50% restante está reservado para las bases (movimiento). Si
trasladáramos este esquema organizativo al caso mexicano, debería establecerse a priori (mas no de manera perpetua,
sino acoplándose a los cambios en la correlación de fuerzas) el porcentaje de
espacios que le correspondería a Morena y otras organizaciones en su calidad de movimiento, y al PRD,PT,MC y
demás siglas que se vayan sumando, en su calidad de partidos.
En Uruguay el Frente Amplio ha logrado edificar una
institucionalidad capaz de garantizar la unidad desde la diversidad. Cada
expresión tiene un elevado grado de autonomía relativa sin que esto conlleve a un
archipiélago inconexo de grupúsculos. Por el contrario, han logrado desarrollar
lazos fuertes entre la pluralidad que habita bajo el techo frenteamplista. Es
éste su mayor logro: permear entre su militancia y simpatizantes una misma
identidad. En efecto, se es frenteamplista antes que socialista, comunista o de
algún otro sector. En el caso mexicano hasta ahora es al revés: se es de Nueva
Izquierda, de IDN, “moreno”, “convergente”, etc. antes que del Movimiento
Progresista.
Pero en el Frente Amplio no todo es “miel sobre
hojuelas”. En primer lugar, la amplia pluralidad que alberga en su seno genera
dificultades para llegar a consensos o aprobar resolutivos. Esto conduce muchas
veces a la obsolescencia organizativa y obliga a postergar indefinidamente debates
necesarios que polarizarían. Además, el déficit de eficiencia socava entre
otras cosas la reacción inmediata. En segundo lugar, en ocasiones los partidos participan
también en el ala del movimiento, es decir, juegan en dos pistas de un mismo
frente para duplicar sus probabilidades de alcanzar un cargo de elección.
El problema mayúsculo para que la izquierda
mexicana emule la experiencia frenteamplista, es que en aquel país se cuenta
con una normatividad electoral a la carta, es decir, idónea para garantizar la continuidad
de la cohesión del Frente. Se trata de la Ley de Lemas, la cual, dicho sea de
paso, ni PRI ni PAN estarían dispuestos a aprobar, en primer lugar porque
socava el control de las cúpulas partidistas, y, en segundo lugar, porque
implicaría allanarle el camino de la unidad al progresismo. Sin embargo, vale
la pena exponer en qué consiste tal esquema electoral:
La Ley de Lemas
busca evitar divisiones dentro de los partidos o frentes reemplazando las
elecciones internas por la participación de los llamados sublemas en las
elecciones generales a las que está llamada toda la ciudadanía. Este sistema impide
las imposiciones cupulares, la sobre representación de un grupo o los acuerdos
antidemocráticos a espaldas de la sociedad. Como consecuencia de la eliminación de las
elecciones internas o primarias, los conflictos partidarios no se resuelven dentro
del partido, pues la decisión es trasladada (externalizada) al electorado de la
siguiente manera:
1. Cada partido
político o frente constituye un lema.
2. Todas las
fracciones internas de ese partido o frente pueden presentarse a las elecciones
generales con candidatos propios, los cuales constituyen los denominados sublemas.
3. El total
de votos que se adjudica a cada partido o frente (lema) corresponde a la suma
de los votos que hayan recibido todos los sublemas de ese partido o frente.
Esto determina el número de cargos que obtiene ese lema.
4. La
asignación de cargos (salvo que se dispute un sólo cargo como el Poder
Ejecutivo nacional, estatal o municipal) se distribuye en forma proporcional a
los votos obtenidos por los sublemas.[1]
Hay muchos otros
ejemplos en el mundo sobre modelos de convivencia izquierdista cuya virtud
radica en que logran garantizar la cohesión sin asfixiar la pluralidad; esto
es, que logran acuerdos en lo general, aceptando que existen disensos en lo particular.
Sin embargo, no hay modelo capaz de ser importado a México en automático. La
realidad es mucho más terca y se sobrepone a los moldes teóricos. Si bien es
fundamental conocer otras experiencias para inspirarse con sus aciertos y
evitar sus equivocaciones, las izquierdas mexicanas deberán encontrar su propia
ruta, su modelo para armar. Y lo tenemos que hacer pronto, porque la
restauración priísta nos quiere divididos y no nos va a estar esperando a que nos reorganicemos.
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