De manera ascendente, tanto en México como en la mayoría de los países que han alcanzado un grado relativo de democratización, los partidos políticos están dejando de ser esas organizaciones capaces de agregar intereses y representar las pulsiones que habitan en las sociedades.
En primer lugar, las realidades son cada vez más complejas en la medida en que se diversifican las identidades y por tanto las demandas y expectativas de la ciudadanía. Muchas veces tales demandas son contradictorias e incompatibles entre sí, por lo cual se imposibilita su articulación en un programa coherente. De ahí que los partidos pretendan correrse al centro, es decir, al vacío ideológico. El contenido es entonces sustituido por frases de marketing político y jingles pegajosos, con lo cual pretenden atraer a todos los sectores de la sociedad. La inmensa mayoría de los partidos le compraron a un extraño impostor la ilusión del fin de las ideologías. La secuela es que al final del día, todos los partidos terminan por asemejarse mucho: en el afán de representar a todos, no representan a nadie.
En segundo lugar, cada día se hace más amplia la brecha que existe entre los partidos y la sociedad. Tan es así, que en la vida cotidiana la gente ve en los partidos algo completamente ajeno, repulsivo y de lo que no quieren saber nada. Es más, se ha enaltecido una dicotomía un tanto exagerada que concibe a los partidos como focos de corrupción, burocratización e ineficiencia, en oposición a una ciudadanía impoluta y subsumida por estas organizaciones parasitarias. Lo cierto es que en el caso de los partidos políticos mexicanos la teoría de la jaula de hierro de las oligarquías, elaborada por Michels a inicios del Siglo XX, cobra vigencia. El poder es visto por las élites políticas como un fin en sí mismo y no como un medio para sacudir el estado de cosas. Cómodamente instalados en los círculos del poder, la gran mayoría de los políticos dan la espalda a la ciudadanía y se concentran exclusivamente en la reproducción y ampliación de sus cotos a través de negociaciones cupulares e intercambios de prebendas.
En tercer lugar, ahora los partidos no están solos. Ante el empuje de una sociedad civil revitalizada, se han visto obligados a competir por la representación de demandas con un inmenso archipiélago conformado por movimientos sociales, ONGs y demás agrupaciones que van desde las organizaciones de barrios con reivindicaciones muy concretas, hasta las redes trasnacionales de activismo político.
En recapitulación, las realidades en México han cambiado, la ciudadanía ha avanzado (aunque no lo suficiente), pero los partidos no. Como resultado, el voto duro por convicción, no por clientelismo, es raquítico; alrededor de la mitad de los registrados en el padrón electoral no acude a las urnas y quienes llegan a hacerlo en plena libertad de conciencia, no votan por un favorito sino por el menos peor. Es decir, para evitar un mal mayor no votan a favor de alguien, sino en contra del resto, o bien, anulan su voto.
Esta crisis es grave y hasta a veces se antoja insalvable. Sin embargo, hay que insistir en que es prácticamente imposible hablar de democracia sin hablar de partidos; por diversas razones de peso en las cuales aquí no profundizaré, son componentes indispensables en las sociedades democráticas contemporáneas. Sólo diré que los partidos son demasiado importantes como para dejárselos a los políticos de siempre.
Si damos por válidos los anteriores enunciados, lo importante es entonces preguntarnos, ¿qué podemos hacer para enmendar la crisis de legitimidad y confianza por la cual atravesamos? ¿Cómo ir cerrando la brecha que distancia a los partidos de los ciudadanos? Estas preguntas bien pueden no contestarse por la derecha. Su lógica conservadora la predispone a que prevalezca el status quo. Pero para los partidos y personas de izquierda que reivindican la democratización en la toma de decisiones y en la arena pública en general, abrir un debate en torno a estos desafíos es algo obligatorio y urgente.
Lo es más bajo esta coyuntura electoral, en la cual el PRD está cometiendo muchos errores y evidenciando la insensibilidad propia de quienes alguna vez fueran luchadores sociales y ahora se encuentran encerrados entre cuatro paredes negociando cotos para sus corrientes con contrapartes impresentables. El mundo a su alrededor se cae a pedazos, las bases repudian los mecanismos elitistas. Mientras tanto, ellos no mueven un solo centímetro su modo de proceder. No se han dado cuenta del huracán llamado castigo electoral que se avecina.
A pesar de tanta inercia, se puede empezar a hacer algo. Eso sí, a contracorriente. Se trata de impulsar un nuevo acuerdo entre los sectores más concientizados de los partidos de izquierda y la ciudadanía crítica y movilizada. Para arrancar este diálogo, pongo a consideración dos puntos, de los cuales podría detonar una agenda temática mucho más extensa.
El primero de ellos es impulsar que los partidos dejen de producir tanta publicidad gráfica, la cual deviene en basura electoral que deteriora el entorno urbano y genera un efecto contradictorio al esperado: en vez de atraer al ciudadano a votar por determinado candidato, andar por ciudades repletas de publicidad provoca irritación y hartazgo. Los candidatos deberán comprometerse a reducir al mínimo el uso de inmobiliario urbano para la colocación de su material de campaña. La idea que hoy impera, y algo de razón hay en ella, es que un candidato sin publicidad se vuelve invisible ante la saturación del resto de sus contrincantes. Al final, se piensa que quien tiene más dinero para repletar las calles y no el que tiene las mejores propuestas es el que lleva las de ganar. Esto no puede ser así. Por eso el presente acuerdo se complementa con el compromiso de las organizaciones de la sociedad civil de tipo vecinal, temático, estudiantil, etc., de fomentar y generar espacios de encuentro tales como foros temáticos, debates y reuniones para que los candidatos a un cargo de elección popular presenten su propuesta y la pongan a consideración de los asistentes. En este sentido, los medios de comunicación, desde los periódicos locales hasta los grandes consorcios, tendrían que comprometerse de una vez por todas a cubrir todas las campañas de manera equitativa.
El segundo de ellos pasa por reconocer que si bien los partidos son elementales para mantener en pie una democracia, también lo es el hecho de que difícilmente puede crear democracia quien no vive o funciona democráticamente. Por eso es fundamental demandar que sea a través de mecanismos de consulta popular, ya sean elecciones primarias, encuestas auditables realizadas por casas de renombre, honestas y profesionales, o elecciones abiertas a la ciudadanía, como se definan las candidaturas que contenderán en este año electoral. Las designaciones exitosas tanto de Mancera para buscar la Jefatura de Gobierno, como de López Obrador para ganar la Presidencia, deben servir como ejemplo. Es lamentable que en el PRD se escuchen posturas que apuestan a la imposición o al dedazo. Frases propias de las famiglie siciliane como “el respeto al territorio ajeno es la paz”, o la idea de que las corrientes que tienen secuestrado el aparato partidista deben imperar sobre los perfiles más competitivos, se han escuchado en los pasillos de las negociaciones a lo largo de los últimos días. Las voces que al interior se alzan en rebeldía son escasas, puesto que muchos apuestan por el acomodo o el premio de consolación. Por eso es indispensable que la sociedad civil ponga manos a la obra.
Difícilmente los dos puntos que aquí se tocan –y los que de ellos se deriven–, podrán consolidarse por medio de la clase política que ha sido responsable de que nos encontremos en este atolladero. Por el contrario, urge una renovación ética y generacional de las izquierdas partidistas que sepa recuperar lo mejor de las luchas que la precedieron. De eso hablaremos en otra ocasión.
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