martes, 7 de febrero de 2012

De Generaciones

¿Cuáles son los elementos que distinguen a una generación? ¿Acaso son los íconos culturales, las ideas políticas de la época, los eventos históricos, la música de moda o las tendencias artísticas? Indudablemente los acontecimientos compartidos desde la infancia, pasando por la juventud, infunden una marca de por vida. Esa marca es lo que constituye a una generación y se corrobora en cada guiño de complicidad entre sus integrantes, en cada relato de los años mozos y en cada remembranza de experiencias comunes. Cuando viejos amigos se reúnen, hasta la experiencia más ordinaria cobra una narrativa epopéyica.

En la película Media noche en París (Midnight in Paris, 2011), Woody Allen retrata lo contrario: el anhelo o nostalgia de toda generación por haber pertenecido a otra. Pero la contradicción es sólo en apariencia, pues subsiste la añoranza por otros tiempos y la evocación de un pasado glorioso que nunca más habrá de volver. El protagonista de esta película es el romántico guionista norteamericano Gil Pender (Owen Wilson), quien realiza un viaje que prometía ser de lo más aburrido con la familia de su esposa a París. Deambulando por las calles de aquella ciudad, la fantasía del protagonista se vuelve realidad cuando suenan las doce campanadas nocturnas. Es ahí cuando puede viajar en el tiempo a la década de los veintes, época de esplendor cultural de la capital francesa. Compartirá entonces una serie de veladas bohemias con sus héroes artísticos y literarios, que van desde Hemingway, Dalí y Buñuel, hasta Pablo Picasso o los Fitzgerald. Para el colmo, estos presuntos afortunados de vivir tiempos gloriosos externan su insatisfacción por no haber pertenecido a la generación de la Belle Époque de la última década del Siglo XIX, a lado de personajes como Toulouse-Lautrec, Degas y Gauguin.

Lo que comparten los viejos amigos del primer párrafo con el planteamiento de Woody Allen es la idea de que todo pasado fue mejor. Esta reiteración no es novedad. “Los jóvenes hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida, y le faltan al respeto a sus maestros”, decía Sócrates (470-399 A.C). "Nuestra juventud es decadente e indisciplinada, los jóvenes ya no escuchan los consejos de los viejos, el fin de los tiempos está cerca", vaticinaba Caldeo aproximadamente en el año 2000 antes de Cristo. “Ya no tengo ninguna esperanza en el futuro de nuestro país, si la juventud de hoy toma mañana el poder, porque esa juventud es insoportable, desenfrenada, simplemente horrible” refunfuñaba Hesíodo por ahí del Siglo VII A.C.

Del mismo modo, en la actualidad es lugar común tildar desde una visión “adultocéntrica” a quienes nacieron entre finales de los sesentas y principios de los ochentas como la generación X, caracterizada por su apatía, rebeldía conformista e inmovilidad. O más despectivo aún, a quienes nacieron en los ochentas e inicios de los noventas como la generación Nini, pues ni estudia ni trabaja, ni gozará de una vejez pensionada. Finalmente, a los que nacieron arrancado ya el Siglo XXI, se les ha nombrado los I-Kids. Son aquéllos concebidos con el chip digital integrado, cuya interacción social se efectuará con una máquina de por medio.

No es de sorprenderse que las generaciones que han elaborado estas clasificaciones, cuando se refieren a la suya lo hagan en tono reivindicativo. Las identidades en tales casos son positivas: la generación del 68, o a quienes correspondió arrancar la apertura democrática, o quienes en las aulas universitarias se formaron con orgullo en la teoría marxista. Son generaciones que nos presumen que albergaban la esperanza de un mundo justo, en donde las ideas ejercían una fuerza impresionante. El panorama se completa mediante el contraste de aquellos años con la actualidad: hoy –aseguran–, todo es fugaz, incierto, toda certidumbre se desvanece, todo compromiso es líquido. Hemos montado un altar al individualismo y las juventudes permanecen alienadas por la sociedad de consumo e indiferentes a los temas públicos. Bajo esta interpretación del curso de la historia, muchos jóvenes de izquierda desde luego envidiaríamos haber vivido en tales años, cuando los referentes tenían la talla de un Salvador Allende, un Fidel Castro o un Olof Palme y se luchaba por ideas y no por cuotas de poder; cuando en los partidos de izquierda se era guevarista, maoísta o trotskista y no chucho o bejaranista.

El conflicto entre generaciones es una realidad que data de siglos. Desde los jóvenes tiranos de Sócrates hasta la criminalización actual de los jóvenes sólo por el hecho de ser joven, la incomprensión o la ausencia de disposición para comprender al otro, a lo diverso, provoca que estereotipos o simplificaciones se asuman como verdades. El ejemplo más contundente de esta ruptura es la música: son escasas las personas mayores de 50 años que no piensen que la música electrónica es ruido en su estado más destilado, o que sienta un auténtico goce al escuchar el disco The King of Limbs de Radiohead. Tal ejemplo puede extrapolarse a otros campos como la política y la socialización. ¿Somos los jóvenes en verdad apáticos, o más bien los conceptos y categorías tradicionales son obsoletos para comprender las nuevas realidades?

Haríamos bien en desmitificar las añoranzas de un pasado glorioso, poner en tela de juicio los diagnósticos que pasan acríticamente por válidos y comenzar a reivindicar nuestro presente. ¿Qué tal si invertimos los supuestos? Ello conllevaría a asumir a la generación de nuestros padres como una formada en la ortodoxia y cuyos preceptos y utopías fueron tristemente derruidos con el muro de Berlín. Sería desmentir que nosotros nos quedamos en la orfandad ideológica y los brazos caídos en un mundo unipolar. Sería rebatir que no somos la generación de la apatía y de la incapacidad por amalgamar causas colectivas, sino la del escepticismo y la duda razonada, la que no acepta recetas ni paraísos prometidos y que tiene la responsabilidad de trazar, desde la incertidumbre de la heterodoxia, su propio porvenir.




·Publicado en La Silla Rota

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