El escritor de la congruencia
Alejandro Encinas Nájera
“Cantamos porque llueve sobre el surco
y somos militantes de la vida y
porque no podemos ni queremos
dejar que la canción se haga cenizas”
(Mario Benedetti, Canción Nueva)
I
“El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”. En 1998 José Saramago pronunció estas palabras ante la academia sueca tras recibir el Premio Nobel de la Literatura. Se refería a su abuelo Jerónimo, el maestro de su vida, el que más intensamente le enseñó el duro oficio de vivir, el “pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver”. Fue por él que su nieto comenzó a escribir. Transformar personas de carne y hueso en personajes literarios -“con el lápiz siempre cambiante del recuerdo”- fue su modo de rastrear sus orígenes, de salvar del olvido a los muertos que le dieron vida y que lo hicieron el hombre que fue.
El pasado 18 de junio, a sus 87 años, el autor portugués murió en Lanzarote, isla en la que rodeado de un clima de familia y afecto, discurrió la última etapa de su vida. Justo en pleno agotamiento moral de un sistema que articula a personas y naciones a través del egoísmo, y que enaltece la acumulación como vía unívoca a la felicidad, se nos fue un autor prolífico de ideas, un defensor a ultranza de la dignidad humana.
II
Además de haber sido un novelista fuera de serie, Saramago fue, en el más amplio sentido de la palabra, un ciudadano. “Yo no puedo negar que tengo una responsabilidad, como ciudadano, como parte de una sociedad. ¿O acaso lo único que sirve es tener y tener cada vez más? Por favor, recuperemos esta idea de que hay que aprender a vivir juntos”.
Entrado en años, su espíritu combativo lejos de claudicar, se fortalecía. En 2003 se sumó a las protestas en contra de la invasión estadunidense a Irak, a esa incursión que calificó como un capricho belicista de “políticos a quienes les sobra en ambición lo que les va faltando en inteligencia y sensibilidad”. Y bajo el lema de “ellos quieren la guerra, pero nosotros no les vamos a dejar en paz”, veía que el emergente activismo transfronterizo se estaba volviendo la “mosca cojonera del poder”.
Saramago estaba convencido de que los seres humanos somos capaces de lo mejor y de lo peor. Militante de la vida, era feliz solidarizándose con las mejores causas: “Es tiempo de meter mano a la más maravillosa y hermosa de todas las tareas: la incesante construcción de la paz. Pero que esa paz sea la paz de la dignidad y del respeto humano, no la paz de la sumisión y de la humillación (...) Ya es hora de que las razones de la fuerza dejen de prevalecer sobre la fuerza de la razón.”
III
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