martes, 6 de octubre de 2009

68 y 2009

Mi generación no conoce periodo de prosperidad económica. Somos descendientes de la crisis. Nuestros padres, en cambio, conocieron un modelo con crecimiento anual mayor al 5 por ciento que impulsó la producción nacional. Así apareció una clase media urbana que pudo enviar a sus jóvenes a las universidades. Son los “hijos del milagro mexicano”. Pronto ese mito se derrumbó. En las aulas los estudiantes se familiarizaron con el pensamiento vanguardista y con lo que sucedía en otras latitudes. Emergió el reclamo de democratizar al sistema. El régimen no pudo comprender cómo es que la incipiente clase media se revelaba cuando había sido tan favorecida. Su óptica anacrónica le impidió vislumbrar que la ciudadanía irrumpía en el país. Plural y dinámica, se resistía a incorporarse a los moldes autoritarios y corporativos ofertados por el unipartidismo. Sus anhelos obtuvieron como respuesta la masacre de 1968.

Pese a que hoy en día nuestra democracia ha sido malherida y que Calderón y compañía albergan a un Díaz Ordaz en sus corazoncitos, luchas como la de aquellos universitarios han ido labrando el camino por el que las libertades políticas han arribado. El problema actual es que el desencanto es tal, que la mayoría no hace uso de ellas. La escandalosa descomposición de la vida pública y el preponderante discurso antipolítico, han provocado que la política inspire apatía entre muchos jóvenes. Comparemos la última marcha conmemorativa del 2 de octubre con el movimiento estudiantil del 68: 4 décadas atrás los estudiantes se movilizaban bajo la convicción de que el presente era de lucha, y el futuro suyo: la imaginación llegaría al poder. Estas ideas se han desvanecido con el tiempo. Recientemente algunos grupos protestaron no con entusiasmo y esperanza, sino con irritación y resentimiento, reacción ante una sociedad incapaz de ofrecerles un futuro con expectativas. En suma, qué difícil fue ser joven en tiempos del priismo, y qué difícil es ser joven en tiempos del panismo.

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